El libro que nunca leeremos

El libro que nunca leeremos

El Necronomicón fue escrito bajo el título Kitab Al-Azif (“El rumor de los insectos por la noche”), alrededor del año 730 d.C., por el poeta Abdul Al-Hazred, alias “el árabe loco”. El hombre no pudo contar mucho más que eso: la leyenda dice que murió devorado, a plena luz del día, por una bestia invisible.

09 Octubre 2016
Hacia el año 950 de la Era Cristiana, el Necronomicón se tradujo al griego en manos de Theodorus Philetas, para adoptar el título con que lo conocemos. Su etimología es más sencilla de lo que parece: relativo a la ley (o las leyes) de los muertos.

Así, se difundió entre filósofos y hombres de ciencia de la Baja Edad Media, pero macabros sucesos en torno a él lo llevaron a que la Iglesia Católica lo condenara en 1050. Casi 200 años después, un tal Olaus Wormius lo tradujo al latín, en la que sería su versión más famosa. Es esta traducción la que sobrevivió al tiempo, ya que los originales en árabe y griego se creen perdidos.

De todos modos, y a pesar de considerarse un libro maldito, fue impreso en España y Alemania en el siglo XVII, y, se según se supone, se conservarían algunas copias completas: en la Biblioteca Widener de la Universidad de Harvard, en la Biblioteca Nacional de París, en la Universidad de Miskatonic, Estados Unidos, y en la Universidad de... Buenos Aires.

Claro que toda esta historia no es más que una invención de la brillante y atormentada mente de Howard Phillips Lovecraft, maestro de la literatura de terror y de ciencia ficción, nacido en 1890 y muerto en 1937 en Providence, Estados Unidos. Heredero de Edgar Alan Poe, autor de más de cien libros (entre ellos En las montañas de la locura, La sombra sobre Innsmouth, El caso de Charles Dexter Ward, El color que cayó del cielo y La llamada de Cthulhu) y amante de los textos apócrifos, como luego lo sería uno de sus tantos admiradores, Jorge Luis Borges, quien lo homenajeó en el relato There are more things.

La primera mención del texto data de su cuento The hound (El sabueso), aunque volvió a hacer referencia a él en otro de sus relatos, El horror de Dunwich. En 1927, Lovecraft escribió una breve nota sobre su tesoro inexistente, que fue publicada un año después de su muerte. Allí define sus características, con lujo de detalles, casi al punto de volver verosímil la existencia del libro. Quizás por eso el Necronomicón encontró eco en otras voces.

En primer lugar, entre sus amigos, lo que se llamó el círculo lovecraftiano, como August Derleth –el primer editor de sus escritos– o Clark Ashton Smith –poeta, escultor, pintor, cuentista–. Pero, como en toda mentira bien montada, dio pie a grandes confusiones. Páginas en internet que pretenden develar sus misterios o ponerlo a la venta. O un anuncio de 1962 en que se ofrece un ejemplar del Necronomicón publicado en España en 1647. O el Necronomicón de Simón, de autor anónimo, datado en 1977 y con un capítulo en primera persona titulado El testimonio del árabe loco. Ni que hablar de otras tretas de chistosos y tunantes, que lo incluyen en fichas de registro y catálogos de bibliotecas.

Aunque quizá lo mejor sea el homenaje a cara descubierta que hizo el asombroso dibujante H. R. Giger (creador de la imperecedera imagen de Alien, el monstruito de la saga de películas), quien publicó una recopilación de sus dibujos bajo el título Giger’s Necronomicon, en una edición muy cuidada de... 666 ejemplares.

Ya había escrito el propio Lovecraft sobre su carácter ficticio (“los libros terribles y prohibidos me fuerzan a decir que la mayoría de ellos son puramente imaginarios. Nunca existió ningún Abdul Alhazred o el Necronomicón, porque inventé estos nombres yo mismo”), y aun así podríamos pedir a las bestias inconcebibles que llegan desde las oscuras tinieblas de la antigüedad, que nos descubran su legado, y, entre datos astrológicos, listas de ángeles y demonios e instrucciones para llevar a cabo hechizos y pociones, nos permitan leerlo.

© LA GACETA

Hernán Carbonel -

Periodista y escritor.

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