La neolengua según Orwell

La neolengua según Orwell

En la era de las pantallas multiplicadas y de un lenguaje en creciente erosión, leer al autor de 1984 puede ser un antídoto contra el asfixiante mundo que describió en sus obras más célebres

28 Agosto 2016

Por Hugo Caligaris - Para LA GACETA - Buenos Aires

El primer libro de Eric Arthur Blair fue el único que firmó con su nombre verdadero. Después, para no avergonzar a sus padres, usó el seudónimo con el que se haría célebre, George Orwell. Random House Mondadori acaba de reeditar en la Argentina aquel debut, a través del sello Debate, en una traducción de Miguel Temprano García fiel al espíritu del original: Sin un peso en París y Londres (Down and Out in Paris and London, 1933).

La vergüenza se explica por el contenido autobiográfico. Aunque a veces se lo define como novela, Sin un peso en París y Londres es más bien un libro de memorias juveniles y un reportaje sobre el autor y su hambre. Cuenta la caída libre en los arrabales de la subsistencia de una persona, Blair, que puchereaba cuando podía como lavaplatos en hoteles franceses fuera de catálogo, que cuando no podía ayunaba días enteros hasta experimentar esa “sensación de alivio, casi placentera de saber que por fin estás sin un peso” y que, al regresar con la cola entre las patas a la capital de su país, descubría que no hay mal en el mundo que no pueda agravarse.

De esa existencia lumpen Orwell extrajo dos cosas, además de su nuevo apellido: una literatura limpia, inteligente, graciosa aun al describir muy vivamente las peores catástrofes, y una tuberculosis que terminaría con él a los 47 años. La enfermedad le dio tiempo, por suerte, para escribir Rebelión en la granja y, muy especialmente, 1984, las dos obras que lo consagrarían como uno de los autores fundamentales del siglo XX, junto con Proust, Joyce, Robert Walser y Kafka.

Difícil que quien termine de leer Sin un peso en París y Londres no sienta el impulso de volver a esas dos obras. La fábula sobre los cerdos Napoleón y Snowball parodia con precisión de cirujano el irresistible ascenso de Stalin a costillas de Trotski y puede proyectarse sin demasiado esfuerzo a otros tiranos. Pero 1984 da otro paso adelante. Si llegamos a la última página temblando no es por miedo a un régimen ya por fortuna extinto sino por el sabor profético respecto de un futuro que todavía no ha acabado. Eso es un clásico: un texto que le habla a cada época como si fuera un contemporáneo.

¿No es cierto que muchos de nosotros tenemos la impresión de que por azar o por cálculo el habla y la escritura comunes se están modificando? Para peor. Se supone que con un número cada vez más limitado de palabras se pueden abarcar los mismos significados. No hace falta recurrir al ejemplo del término “boludo”, que dependiendo de la entonación puede ser para los chicos de la escuela un insulto, un vocativo repetido ad infinitum o un adjetivo cariñoso. Pensemos en la identidad de las respuestas que dan los deportistas, los ganadores del Oscar y los funcionarios que inauguran obras cuando los periodistas les preguntan qué se siente a la hora del triunfo. “Una alegría inmensa”, claro. (Incluso las preguntas suelen ser idénticas, como una mera fórmula.) Hay más: el que se sale del libreto, se extiende un poco o usa palabras “raras” se convierte en sospechoso. También hay opiniones “inaceptables”, que se castigan con intensidad variada.

En la sociedad oprobiosa de 1984, como en nuestras aldeas “altamente tecnologizadas”, las pantallas están por todas partes y sirven, más que para mirar, para ser vistos, más que para controlar, para ser controlados. Y se proscriben las palabras superfluas. Con “nobueno” se reemplaza una infinidad de matices alrededor de “malo”. Como legado para la nueva humanidad, el Gran Hermano ha creado la “neolengua”, y todo lo que se expresa en idiomas dispendiosos del pasado ha sido reducido a la categoría llena de culpa del “viejopensar”.

Ya no nos mandan, como en la novela, a la habitación 101, donde la tortura física se ajusta a nuestros peores terrores, y esto hace una diferencia importante, al menos hasta que en las siguientes elecciones del así llamado Primer Mundo no se impongan determinados candidatos. Pero, de algún modo sutil, todavía corremos el peligro de volvernos cada vez más orwellianos. Pensar leyendo a Orwell, además de un placer literario, sigue siendo un buen modo de evitarlo.

© LA GACETA

Hugo Caligaris - Periodista y escritor.

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Ex editor de la sección Opinión de La Nación.

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