Pobres los pobres de Tucumán
La pobreza es uno de los síntomas más bestiales de la exclusión. Su marginalidad desautoriza cualquier ridícula pretensión de que hay que sentirse orgulloso de la sociedad que hemos construido, porque la pobreza es el fracaso de la sociedad. La pobreza (y, sin lugar a dudas, la que se sufre en Tucumán) es la prueba de que no estamos asociados. Y si, en el plano privado, ninguna riqueza es inocente de la pobreza que provoca, en el ámbito público ningún enriquecimiento es inocente de la pobreza que no erradica.

De esa pobreza en Tucumán (al igual que en el país) no hay ninguna certeza. Los pobres han sido privados, inclusive, del derecho a determinar exactamente cuántos son. Son pobres hasta de especificidad. Porque, según supo iluminar el ex ministro de Economía Axel Kicillof, brindar una estadística sobre la pobreza sólo servía para estigmatizar a los pobres. Este será el Bicentenario del abuso de las privaciones: los pobres se aprestan a cumplir 200 años de Gobiernos que sólo saben tomar el nombre del pueblo en vano.

Este mes, justamente, el kirchnerismo se ocupó en mostrar el andamiaje de artificios con los que tronchó cualquier abordaje sobre la pobreza.

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En su informe sobre “El estado del Estado”, es decir, sobre la situación en que recibió la “cosa pública”, el macrismo embistió contra el alperovichismo. Sostuvo que después de 12 años de Gobierno, los beneficios para los sectores paupérrimos de la sociedad son nulos. En particular, la Casa Rosada le apuntó al Ministerio de Desarrollo Social tucumano, que –según el Gobierno central- recibió unos $ 4.285 millones mediante el Plan Nacional de Seguridad Alimentaria, “sin que ese dinero tenga ningún impacto visible en los índices de pobreza e indigencia”.

Respondió la ex ministra, Beatriz Mirkin, quien sostuvo tajantemente que esa afirmación era falsa. “Se falta a la verdad”, respondió. Y las trampas empezaron a activarse una tras otra. Porque, en la respuesta de la actual senadora nacional kirchnerista, de repente, los datos del Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina eran citables. En septiembre de 2014, el citado Kicillof sostenía, respecto de la estadística la UCA, que “medir la pobreza todos los días, si hay un pobre más, un pobre menos, no es metodológicamente muy serio”. Veinte meses después, resulta ser que los datos no eran tan malos. “Cuando asumimos teníamos un 65% de pobreza y luego de 12 años se redujo a un 30%, según un informe de la UCA”, aseveró Mirkin.

Ya no eran datos carentes de seriedad. Tampoco eran metodológicamente cuestionables. Eran perfectamente esgrimibles. A lo sumo, se podía estar en desacuerdo. Pero ya no se trataba de instrumentos golpistas de los sectores destituyentes. Y esa, por supuesto, no era la única trampa.

Menos

“Tampoco estoy de acuerdo con esta cifra (agregó Mirkin respecto del dato de la UCA que ella misma citó) porque creo que es mucho menor ese índice, pero marca un parámetro de que la situación mejoró”. Y punto. No dio ningún dato. Sólo dijo “creo que es mucho menor”. Porque durante 12 años todo debate público comenzó y terminó por allí. No se trataba de un debate de racionalidades: era creer o no creer.

Para plantear toda discusión sobre la base de semejante nulidad, había primero que destruir el Indec. Así lo hicieron. Lograron, entonces, que todo quedara en aguas de relato. Había “menos pobreza” y listo. El que “no lo quería ver” era un cipayo servidor de los ricos. El que osaba cuestionar la mentada “redistribución” de la riqueza era un lacayo de la oligarquía. El que ponía en duda que en Tucumán hubiera apenas 4,6% de pobres como se atrevió a decir el ahora también senador José Alperovich en 2014 (citaba al Indec, porque él se ocupó que Tucumán no tuviera indicadores sociales públicos) era un vendepatria al servicio de los millonarios. Y cuando se advertía que millonaria, lo que se dice millonaria, era la ex presidenta, entonces se era “gorila”.

Es curioso. Trágicamente curioso. Los mismos que linchaban verbalmente a cualquier crítico del Gobierno, y lo denigraban gratuitamente a la condición de nostálgico de los militares genocidas, no han dicho una palabra de la última parábola del compañero Guillermo Moreno. Esa en la que empezó a ponerle “peros” al horror de la última dictadura. Esa en la que empezó a proclamar atenuantes para los jerarcas del secuestro, la tortura, la desaparición forzada y el robo de bebés. Esa en la que dijo que Jorge Rafael Videla “tiraba gente al mar pero no le sacaba de la boca la comida a la gente”. La memoria, la verdad y la justicia no se merecen semejante afrenta de los banalizadores del mal, recién llegados a los derechos humanos en calidad de alquiladores de discursos.

Ni más ni menos


Ahora, el funcionariado negacionista se da cuenta de que las cifras sí hacen falta. Es decir, ellos mismos cayeron en sus trampas. Porque ahora el macrismo, con la misma metodología kirchnerista consistente en hablar desde la tribuna del poder mientras se carece de datos creíbles, dice que no hay “menos” pobreza. Grita que los pobres siguen siendo “muchos”. Y el kirchnerato no tiene un solo dato decente para refutar, porque ellos patentaron la demonización de las estadísticas privadas y el cualquiercosismo de la cifra pública. Léase, ahora: el macrismo puede acusarlos de haber “trabajado fuerte” pero no para eliminar la pobreza sino, tan sólo, sus índices.

Por cierto, en una tierra sin cifras sociales las preguntas cuantitativas son descartadas, pero los interrogantes no se extinguen: mutan. ¿Qué ganamos, exactamente, durante la Década Ganada? Más aún, ¿quiénes fueron los verdaderos ganadores? De paso, ¿cuál es la pena por el delito de dejar sin cifras a un Estado?

Porque algo es seguro: robarse los índices sociales sí es un crimen. La pobreza es una de las manifestaciones más brutales del fracaso de un Gobierno. Los indicadores, entonces, son los elementos que obligan a revisar las políticas públicas, ya sea para ratificarlas o para corregirlas. Nada de eso fue posible en la Argentina durante un decenio. La Nación y la Provincia determinaron que la pobreza era un relativismo ideológico. Que la inseguridad era una sensación. Que los datos de las consultoras privadas sobre la inflación eran un delito. Que la cotización del dólar “blue” era apología del delito…

Frente a tanto maniqueísmo, la discusión idiotizada que dominó buena parte de la escena fue “Planes sociales, sí vs. Planes sociales, no”. No hubo chance, siquiera, de debatir si la asistencia del Estado estaba sacando a los pobres de la pobreza, o si los mantenía ahí en calidad de pobres con ingresos. Así transcurrieron 12 años en la Argentina. Y 140.000 millones de pesos en Presupuestos públicos en Tucumán.

Pobres los pobres de Tucumán.

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