Facebook deforma nuestro mundo

Facebook deforma nuestro mundo

Cada minuto que pasamos frente al teléfono recorriendo nuestros sitios favoritos nos están presionando para nos conformemos con lo que se nos da.

28 Mayo 2016

Frank Bruni / The New York Times

Los que están haciendo sonar la alarma por Facebook tienen razón: cada minuto que pasamos en el teléfono inteligente, en la tableta o en la computadora, desplazándonos por nuestros sitios Web favoritos y recorriendo la sección de noticias personalizada, nos están dirigiendo hacia conclusiones ya tomadas. Nos presionan para que nos adaptemos y nos conformemos.

Pero de esto no tienen la culpa los invisibles titiriteros que trabajan para Mark Zuckerberg. Los verdaderos culpables somos nosotros, los usuarios. En lo que se refiere a elevar una perspectiva por encima de las demás y arrearnos para entrar en tribus inflexibles cultural e ideológicamente nada de lo que hace Facebook se acerca siquiera a lo que nos hacemos a nosotros mismos.

Estoy hablando de la forma en que usamos las redes sociales en particular, e Internet en general. Y cómo permitimos que eso nos utilice. No son tanto agentes sino cómplices, herramientas nuevas para impulsos ancestrales, parte de una larga secuencia de innovaciones tecnológicas que nos permiten hacer lo que queramos, observó el psicólogo social Jonathan Haidt, que en 2012 escribió el exitoso libro “The Righteous Mind”, cuando hablé con él la semana pasada.

“Y una de las cosas que queremos es pasar más tiempo con gente que pensamos que es como nosotros y menos tiempo con quienes sentimos que son diferentes a nosotros -agregó Haidt-. El efecto de Facebook no es trivial, pero está metabolizando o amplificando una tendencia que ya existía”

Cuando él dice “efecto Facebook” no se refiere a la posibilidad de que Facebook manipule su menú de “tendencias” para hacer énfasis en las opiniones y las fuentes informativas liberales. Ese menú es tan solo una faceta de Facebook.

Para la mayoría de los usuarios, lo más común son las publicaciones que ven de sus amigos y otras personas y grupos que siguen en la red. Bueno, pues esa información depende totalmente de las decisiones que hacen los mismos usuarios. Si buscan, les dan “Me gusta” y comentan las furiosas notas de los seguidores de Bernie Sanders, verán más y más notas enojadas de más seguidores del senador. Si descartan esos despotriques, las notas desaparecen.

Esa es la dinámica esencial, el algoritmo o como quieran llamarlo. Esa es la trampa y la maldición de nuestra vida en línea.

Internet no está amañada para que nos dé izquierda o derecha, conservador o liberal. Al menos mientras nosotros mismos no la amañemos de ese modo. Está diseñada para darnos más de lo mismo, sin importar qué sea eso: una nota sostenido de la vasta y variada música que contiene, una fragancia redundante de un jardín de posibilidades infinitas.

Identificación

Hace unos años compré gel de baño perfumado en Jo Malone. Hice la compra a través del sitio Web de la compañía. Después de eso y durante meses, cuando yo andaba en el ciberespacio, Jo Malone me acechaba, siempre tras mis pasos digitales; agazapados en un rincón de la pantalla siempre veía una vela Jo Malone por aquí, una colonia Jo Malone por allá. Me habían identificado y encasillado: para Internet, yo era un fan de Jo Malone. Claro, podía elegir entre fragancias de madera, cítricas, florales e incluso frutales, pero en mi ecosfera aromática no había ningún Aramis y me mantenían alejado de cualquier Old Spice.

Lo mismo puede decirse de las novelas que leemos, las películas que vemos, la música que escuchamos y, aunque nos asuste, de las ideas con las que nos identificamos. Todo se valida y se refuerza. Al marcar como favoritos determinados blogs y personalizar la sección de noticias de los medios sociales, estamos adaptando las noticias que recibimos y las creencias políticas a las que nos exponemos como nunca antes. Y eso colorea nuestros días o, mejor dicho, aplanamos los colores de nuestros días, reduciéndolos a un solo tono.

Construimos cámaras de eco delineadas con toda precisión, que convierten la convicción en celo; la pasión, en furia; los desacuerdos con el otro lado, en batallas épicas en las que satanizamos todo aquello que no quepa en nuestra estrecha sección de noticias. Después nos maravillamos de las multitudes que salen en defensa de Sanders en Twitter o del surrealista éxito de la candidatura de Donald Trump, cuyo lema histórico bien podría ser: “Lo único que sé es lo que está en Internet”.

Verdades a medida

Esas fueran sus palabras textuales, su despreocupada excusa después de que equivocadamente afirmó que una persona que protestaba en uno de sus actos de campaña tenía nexos con los extremistas islamistas. Él vio un video en alguna parte y decidió tomarlo a la letra. No había examinado sus informes pero, qué diablos, eran virales y se adaptaban convenientemente a su argumento y a sus necesidades. Con una búsqueda en Google lo suficientemente creativa, o crédula, siempre puede encontrarse una “verdad” que nos convenga, junto con un panel de supuestos expertos que la certifiquen y una ronda de devotos seguidores.

Los gritones de feria, las teorías de la conspiración, los prejuicios interesados y el partidismo nefasto no son nada nuevo y no es que hoy hayan alcanzado niveles sin precedentes. Pero lo que es notable, y en cierto modo descorazonador, es la forma en que se incorporan en lo que debería ser un avance en nuestra capacidad de autoaprendizaje. La proliferación de canales de televisión por cable y el crecimiento de Internet prometieron expandir nuestro mundo, no encogerlo. Sin embargo, lo que han hecho es acelerar la velocidad y la profundidad a la que nos retiramos en los enclaves de gente que piensa como nosotros.

Eli Pariser examinó todo en 2011, en su libro “The Filter Bubble”, señalando que cada clic, cada teclazo y cada dedazo deforma lo que viene a continuación, creando una realidad a la medida que está más cerca de la ficción. Hubo reacciones posteriores a ese análisis, incluso de científicos de Facebook, que el año pasado publicaron un estudio revisado por pares en la revista Science, en el que cuestionan qué tan homogénea es realmente la sección de noticias de un usuario determinado de Facebook.

Pero no se discute que en una era que rebosa de opciones, rebosa de mercadotecnia de nicho y exalta el individualismo en una medida pocas veces vista, nos estamos ordenando con una eficiencia terriblemente implacable. Hemos rendido nuestros puntos de referencia universales. Hemos perdido el terreno en común.

“La tecnología nos facilita muchísimo conectarnos con personas con las que tengamos un solo interés en común”, señala Marc Dunkelman, y agrega que eso, a la vez, nos facilita evitar interacciones personales con ideas diversas. Dunkelman abordó este tema en 2014 en un incisivo libro, “The Vanishing Neighbor”, que junto con la obra de Haidt y con “Bowling Alone”, “Coming Apart” y “The Fractured Republic”, pertenece a la literatura de la moderna fragmentación de Estados Unidos, un género que está floreciendo.

Estamos menos comprometidos y tenemos menos confianza en las grandes instituciones que en el pasado. Refutamos su sabiduría y la sustituimos por el pensamiento grupal de micro-comunidades, muchas de las cuales se han formado en línea, cuya sensibilidad puede ser más peculiar y despiadada.

Facebook, junto con otras redes sociales, definitivamente conspira en esto. Haidt observó que suele desalentar la disidencia dentro de una red de amigos pues acelera la vergüenza. Señala también la corrección política que se hace valer entre los estudiantes de muchas universidades.

“Facebook permite reaccionar tan rápidamente que la gente tiene miedo a salirse de línea”, comentó.

Pero no se trata de una sección de noticias desequilibrada. No es cuestión de un algoritmo hechicero. Es cosa de un tribalismo que ha existido desde que la humanidad existe y que ahora está arraigado en el suelo fértil de Internet, que lo está coaccionando para ser una bella pero insidiosa flor.

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