Demasiado shock
No había espacio para el gradualismo. El aumento nos vino de golpe y ya se ha reflejado en las boletas de los servicios públicos privatizados y también en aquellos en los que el Estado tiene participación. Y, según las autoridades, habrá que tomárselo con agua (que en Tucumán subió inicialmente un 35%). Los reajustes tarifarios se efectuaron de un solo saque y en un escenario de una república de iguales. No los hay. Las asimetrías son históricas y, mínimamente, el Gobierno de turno debió haber marcado las diferencias socioeconómicas entre regiones. Pero aplicar una receta de esas características es dolorosa, tanto como saber que hay tres provincias que gozan de una coparticipación plena (Córdoba, Santa Fe y San Luis), un distrito que tendrá más recursos que lo que generalmente administró (Ciudad de Buenos Aires que se benefició con el traspaso de la Policía Federal) y 20 jurisdicciones que ponen su mano frente al poder para saber si les caerá una moneda. Así de gráfico; así de sencillo.

Como lo definió el Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa), “la crispación por la reducción de los subsidios en Buenos Aires es otra evidencia del centralismo prevaleciente”. Es incoherente hablar de “tarifazo” cuando en el interior del país el acceso a los servicios públicos es mucho más limitado y, cuando está disponible, desde hace años que se pagan tarifas mucho más cercanas a los costos reales, dijo el instituto en clara referencia al costo del servicio de transporte. Pero también sucede con otras tarifas. Los funcionarios no encuentran explicaciones razonables a tanto incremento. Tal vez Guillermo Dietrich, el ministro de Transporte de la Nación, haya tenido honestidad brutal de decir que, si bien porcentualmente el reajuste es fuerte, “en términos de plata no es tanto”. Pero, en la práctica, cualquier encarecimiento del costo de vida es malo para el asalariado al que no le replica en la remuneración el porcentaje que necesita para hacer frente a las mayores obligaciones.

“El esquema de ofrecer servicios públicos casi gratis a una parte de la población a costa del esfuerzo del resto es insustentable y muy injusto”, insiste Idesa. Es el federalismo que supimos conseguir. De todas maneras, lo político prevaleció sobre lo institucional. Y lo que es peor, sobre la calidad de vida de los habitantes de cada provincia argentina. Es verdad, Mauricio Macri recibió un país subsidiado al límite y hoy tiene que pagar la cuenta de tantos años de postergación de acciones. Es lo que técnicamente se conoce como correcciones, pero que prácticamente es un ajuste que pesa sobre el nivel de ingresos de la población.

Según el Observatorio de la Deuda Social, dependiente de la Universidad Católica Argentina, somos $ 844 más pobres ahora que a fines de diciembre pasado. Esa dependencia académica, que tantos dolores de cabeza le provocó al kirchnerismo con sus mediciones, calculó que por efecto del “shock” económico, la Argentina registra 1,4 millones más de pobres que a fines de 2015. Sí, casi la misma cantidad de habitantes de nuestro bendito Tucumán. Una familia tipo argentina requiere $ 7.877 para no caer en situación de pobreza, de acuerdo con el reporte de la UCA. Con todo, la tasa de pobreza se ha elevado al 34,5%, lo que equivale a decir que hay 13 millones de personas en esa situación, un tercio de la población.

Algunos analistas locales consideran que, cuanto menos, en Tucumán puede replicarse la estimación de pobreza académica y que, en ese marco, esa situación social afecta a no menos de 240.000 habitantes en el Gran San Miguel de Tucumán. Desde 2013 en adelante, las estadísticas oficiales han brillado por su ausencia. En realidad, le pusieron un manto oscuro a la realidad socioeconómica argentina. No hay inflación, no hay pobres, fue el argumento más utilizado por los funcionarios kirchneristas. Más aún, los planes sociales han venido sosteniendo a más de un tercio de la población del país con un artificial nivel de ingresos. También por esa ayuda estatal ha ocurrido el milagro de tener un desempleo por debajo del 7%, con unos 23.000 tucumanos sin posibilidades de acceder al mercado laboral y otros 15.000 individuos que se mantuvieron en la precariedad a través de las cooperativas que, en definitiva, eran trabajo al fin.

El cuadro económico actual recuerda algunos de los pasajes históricos. Cuando, por ejemplo, se solía decir que, cuando sube la nafta, inmediatamente se reajuste el resto de los precios. Y algo de cierto hay: el combustible acumula un incremento del 20% desde que arrancó este traumático 2016, mientras que la inflación en el país respondió en el mismo sentido. Es probable que, al cerrarse el año, el Índice de Precios al Consumidor (IPC), que volverá a ser centralista -se medirá sólo en el Gran Buenos Aires-, refleje un impacto de entre un 30% y un 35%, muy lejos de las expectativas oficiales de mantener el indicador a raya, en torno del 25%.

Sube el gas; aumenta la harina; y, en definitiva, se incrementa el valor del pan. Aumenta la electricidad, también los costos industriales. Nadie quiere quedar fuera de esta vorágine de precios que, durante estas semanas, también pretende trasladarse a los salarios. Ningún gremio quiere pactar por debajo del 30%, aún sabiendo que ni ese reajuste le permitirá al sueldo alcanzar a la inflación en la carrera que estamos viviendo. El gradualismo ha quedado de lado. La anestesia resultó ser muy poca para tantas correcciones. El bolsillo dice “¡Basta!” Nadie sabe cuándo cambiará el ciclo. Hay esperanzas de que las inversiones lleguen tiempo después de que el Gobierno nacional cierre definitivamente el capítulo de la deuda con los “holdouts”. Sólo así pueden ingresar más inversiones al país y general los puestos de trabajo genuino que requiere la economía.

La Argentina se acostumbró a vivir subsidiada. Era el diagnóstico inicial, pero la sociedad esperaba gradualismo. No hubo margen, dicen en el Gobierno. Sí hubo demasiado shock en muy poco tiempo.

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