“Ya fue”
“El peronismo fue conservador con Lúder, neoliberal con Menem, conservador popular con Duhalde, progresista con Kirchner, y patético con Cristina”. La cruel pincelada pertenece a Alberto Fernández, el creador de la definición “kirchnerismo” y el jefe de Gabinete que más tiempo duró en ese cargo en la Argentina, desde que fue creado, en 1995.

Fernández fue coordinador de ministros durante todo el mandato de Néstor Kirchner y en el comienzo de la gestión de Cristina Fernández.

Fue uno de los primeros fusibles que saltaron con la instauración del cristinismo.

Ahora, en perspectiva, se puede entender acabadamente aquella crisis, incipiente, muy interna en ese entonces, incomprensible para las masas, pero que terminó contaminando a todo el peronismo, primero, y luego a toda la sociedad.

La dupla Fernández-Fernández chocó desde el primer día. ¿Qué rol podía cumplir el coordinador de un equipo de gobierno en un gobierno sin equipo?

Cristina rápidamente impuso su estilo autoritario, egocéntrico, autorreferencial, y Alberto Fernández, en desacuerdo con varias decisiones, no tuvo más opción que renunciar.

El país crecía a tasas chinas y seguía recuperándose de una de las peores crisis de la historia y cualquier problema doméstico, por más grave que fuera, quedaba opacado por la bonanza económica y la orgía sojera.

Cristina aprovechó la borrachera nacional para hacer cosas que pasaron desapercibidas para la mayoría o, en todo caso, se perdonaron en medio de la festichola.

¿Quién se atreve a decirle que está equivocado a un director técnico que acaba de ganar un partido, pese a estar seguros que perderá el campeonato si sigue jugando de esa manera?

A la historia la escriben los que ganan

Lo primero que hizo Cristina fue reescribir la historia, a imagen y semejanza de ella misma. Nunca se enriqueció en los 70 gracias a la dictadura, nunca transformó a Santa Cruz en un feudo en los 80, nunca fue menemista y privatizadora en los 90, y nunca fueron Eduardo Duhalde, Jorge Remes Lenicov y Roberto Lavagna los que verdaderamente iniciaron la recuperación argentina.

En todos los monólogos de Cristina el país renació como el Ave Fénix a partir de 2003 y nunca mencionó a quienes le entregaron a su marido un país muy distinto al de 2001. Los anuló completamente.

Cristina quiso hacer una religión, antes que un gobierno, una administración. Y como en toda religión, creer o no creer es una cuestión de fe. Las religiones no se basan en estadísticas, en estudios, ni mucho menos se permiten en los credos los disensos, los debates ni a los detractores. Transformó en enemigos a todos los díscolos o críticos y para eso amordazó al Indec, al extremo de que en los últimos dos años ni siquiera permitió que se publicaran las cifras ya adulteradas de la pobreza.

Argentina estaba mejor que Canadá y que Australia y con menos pobres y desempleados que Alemania. ¿En base a qué? A una cuestión de fe, de fe ciega a Cristina.

Eliminó las conferencias de prensa y las entrevistas, porque a ella nadie podía preguntarle nada, ni mucho menos fiscalizarla, cuestionarla, interrogarla.

Compró, creó y prostituyó a cientos de medios en todo el país y concentró toda la comunicación gubernamental en sí misma, a través de tediosas, reiterativas y confrontativas peroratas, donde sólo hablaba de ella, de él, y de los enemigos de la patria, que no eran otros que los que no se arrodillaban ante ella. Malversó las cadenas nacionales, abusó y recontraabusó de los horarios centrales de los canales de televisión, de punta a punta de la Argentina.

Suspendió el diálogo y hasta el saludo a los dirigentes opositores, se adueñó de parte de la coparticipación de las provincias y castigó a los gobernadores disidentes (y a sus millones de gobernados).

De tanto mentir terminó siendo verdad

Y, lo más importante, cuya confirmación se irá profundizando a medida que pasen los días y se abran los archivos, es que Cristina mintió, y mintió mucho para sostener su religión. Mintió cuando relató la historia, la sesgó, la reeditó, la acomodó. Mintió con las estadísticas, mintió al omitir durante ocho años los problemas del país.

Nunca dijo cuántos pobres hay, cuánta es la inflación, el déficit, cuánto dinero hay en las reservas, cuán mal o bien estamos con la energía, nunca habló de narcotráfico, de la corrupción, pese a tener funcionarios y un vicepresidente procesados, o de la impresión descontrolada de billetes, por ejemplo.

Tampoco, jamás, hizo una autocrítica, y alguien que no tiene nada para reprocharse es porque miente o, más grave, porque vive en una realidad adulterada.

Siempre se refirió a los problemas con generalizaciones. “Nosotros también cometemos errores”, pero nunca dijo cuáles. “Sabemos que falta mucho por hacer”, pero nunca dijo qué.

Soñó con una religión, pero apenas le alcanzó para una secta, y a costa de repartir discrecionalmente mucho dinero. Una secta cuya cúpula clerical se va bien forrada después de 12 años de gobierno, seguida por un ejército de fanáticos encargados de sostener y argumentar el dogma.

Una secta que irá, por goteo, perdiendo soldados en la medida en que se vaya acotando su financiamiento.

La descripción que hizo Alberto Fernández sobre los distintos tipos de peronismo fue en respuesta a una pregunta que se hizo a sí mismo en dos programas de TV de América 24 y C5N: “tenemos que definir qué peronismo queremos”.

En el peronismo, el que pierde se va a la casa, y para los gobernadores peronistas Cristina es la mariscal de la derrota y de haber dejado al partido en la peor situación de su historia.

Uno puede no coincidir con esta perspectiva, sabiendo que el peronismo soportó golpes militares, bombardeos, proscripciones, desapariciones y asesinatos, pero esta es la conclusión de algunos gobernadores peronistas después del último encuentro con la ex presidenta.

Dicen que nunca antes habían perdido tantos distritos importantes, al mismo tiempo: la Nación, la ciudad y la provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y varias intendencias de peso en todo el país. Tucumán es hoy el presupuesto más grande que le quedó al PJ.

El único que se despegó del cristinismo públicamente fue Juan Manuel Urtubey, pero en privado todos coinciden con él. Es más, ya se iniciaron conversaciones con José Manuel de la Sota, a quien proponen como unos de los candidatos a presidir el PJ, en caso de que acepte volver, también con Sergio Massa y con otra decena de dirigentes históricos y nuevos que se fueron o los fueron del kirchnerismo.

A Cristina sólo le queda su cuñada, Alicia Kirchner, algunas intendencias, y los bloques en el Congreso, cuyos destino y homogeneidad son inciertos en la medida en que se reorganice el peronismo, ya sin Cristina.

El desafío más importante -y también el más difícil- que le espera a Mauricio Macri es volver a unir al país, o al menos achicar la grieta, que ya alcanzó niveles peligrosos para la paz social. Bien lo saben los tucumanos.

Los peronistas son expertos en reinventarse y en formar acuerdos y Macri deberá seguir de cerca este proceso, y acaso también aprender, porque antes de rearmarse para recuperar el espacio y el poder perdidos, el peronismo deberá superar sus profundas divisiones. La más honda de ellas ya no está o, como sostuvo un gobernador del norte, “ya fue, se terminó”.

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