La historia de un fracaso
Pido disculpas antes que nada porque hoy voy a escribir esta columna en primera persona. Algo que debe ser excepcional en el periodismo. Muchas veces no lo es. Últimamente más.

Los periodistas, a menudo, nos mareamos con sucesos que son demasiado fuertes o sensibles y terminamos creyendo que somos parte de la historia que contamos. Esto nunca debe hacerse, salvo que protagonicemos el hecho, o que seamos actores necesarios para que el hecho ocurra o deje de ocurrir.

Y este es el caso, porque voy a contar la historia de mi huerta.

Otra regla de oro del periodismo es que la crónica que vaya a compartirse refiera a un hecho noticiable, es decir, de interés público.

No es noticia que un comunicador haga un asado o festeje el cumpleaños de su hijo. Sin embargo pasa, y bastante seguido en el periodismo actual.

He visto conductoras perder diez minutos de noticiero en el prime time (horario central) hablando sobre su nuevo peinado, o conductores explicando cómo el fin de semana se esguinzaron el tobillo jugando un picadito con los amigos.

Este no es el caso. Mi huerta cumple con, al menos, esas dos reglas de oro: soy el testigo más importante de esta historia, y se trata a su vez de un hecho noticiable, de interés público.

No voy a engañar al lector, mi huerta no es la historia de un éxito. Es la historia de un fracaso, pero que de tanto fracaso emociona.

El fracaso, si está bien aprendido, es una nueva semilla que luego se puede sembrar con el doble de ilusiones. Y les voy a contar por qué.

Hace un año decidí que iba a hacer una huerta. No tenía el tiempo, las herramientas ni el conocimiento para hacerlo. En mi adolescencia había experimentado con algunas lechugas, zanahorias y rabanitos, en la casa de mis padres. Un experimento que duró sólo unos meses, suficiente para esa edad.

Años más tarde hice unos desinteresados ensayos en un balcón. Pero cuando no hay interés pocas cosas salen bien.

Ahora me tomé el asunto en serio. Compré unos libros y los estuve ojeando un par de meses. Navegué bastante en internet y conversé con huerteros, más bien los escuché.

En ese tiempo conseguí y fabriqué algunos elementos, como hueveras o vasijitas para almácigos, macetas o jardineras, e imaginé, sobre todo de noche -cuando el jardín se piensa con más sensibilidad- qué parte del cantero iba a “sacrificar” para hacer la huerta.

Más o menos para octubre, cuatro meses después, ya tenía el 10% del proyecto calculado. Suficiente en Argentina para empezar algo en serio, me dije.

Pero aún me faltaba un punto fundamental para sostener una huerta (pensaba en ese momento): tiempo.

Tardé dos meses más en conseguir las semillas. Nada especial, apenas una tarde en que fui a la semillería y elegí unos cuantos sobres según las fotitos que más me gustaban, como hacen los niños.

Se demoraba el proyecto porque temía que si comenzaba y no podía o no sabía cómo continuarlo sumaría un nuevo fracaso a mi vida. Otro plan que abandonaba, otra decepción.

Luego recordé: el único fracaso que no sirve para nada es el que nunca se empieza.

A fines de diciembre tomé vacaciones y estuve dos semanas mirando el jardín, las macetas vacías, las hueveras para almácigos sin tierra -¿almácigos? ¿qué era eso?-. Estudiaba cómo aparecía y caía el sol en cada sector de la casa, dónde estaban los caños de agua, qué herramientas tenía, con qué ayudantes contaba en la familia, en qué tiempo lo haría. Todo me daba en contra, lejos, difícil, poco.

Una huerta en Tucumán nunca puede arrancar en verano. Yo la empecé en enero. Igual, con una manguera a mano para refrescarse alcanza y hasta puede ser divertido. Y si es con una piscina o una “pelopincho”, un lujo.

Comencé a meter las manos en la tierra el 1 de enero. A las ocho de la mañana, con unos mates, ya estaba transpirando como caballo de tiro. A la siesta no aflojaba, con litros de agua, jugo o cerveza, y a la tarde y a la noche seguía, masacrado por los mosquitos, con un espiral entre los dientes.

En dos semanas, de sol a sol, lleno de ampollas, contracturas, golpes y una alegría monumental, tenía sembradas unas 50 cebollas, 100 piminetos, 50 tomates, unas 80 lechugas, un limón sutil, un limón común, un mandarino, una planta de picante, una decena de aromáticas y un par de rarezas que nunca prosperaron, como un árbol del amor.

A los siete días empecé a ver los primeros brotes en decenas de almácigos. La emoción me llevó al brindis varias noches. Estaba de vacaciones, sobre todo sentía que mi espíritu estaba de vacaciones.

Dos semanas más tarde mi alegría fue mutando hacia la preocupación. La mitad de los brotes ya no estaban. Los veía morir antes de nacer, plantitas que nunca llegarían a dar frutos, a completar su ciclo en la tierra. Algo estaba haciendo mal, o acaso era parte de la selección natural, no lo sabía.

A principios de febrero ya tenía menos de la mitad de las plantas. Mejor, me dije, ¿dónde iba a meter todo esto? ¿Dónde planto 50 tomates y 50 cebollas?

Entre febrero y marzo cayó tanta agua en Tucumán que fueron las tormentas más fuertes y destructivas de los últimos cinco años. Fuimos noticia mundial por las inundaciones. Perdí todas las cebollas, casi todos los pimientos, las lechugas, varias aromáticas, y parte del techo de mi casa.

A medida que más llovía pensaba: una cosa es que me equivoque yo y otra es que me castigue la naturaleza. ¿Cómo puede ser?, si yo soy un gran defensor del medio ambiente...

La lluvia igual destruyó mi huerta. Fue la única vez en que entendí verdaderamente a la Sociedad Rural.

Sólo quedaron en pie unas 15 plantas de tomate, dos de pimiento, los cítricos y algunas aromáticas.

Cuando pasaron las lluvias “le puse onda” al asunto, y sembré rúcula, zanahorias, acelga, maracuyá, ciboullette (como una cebolla verde pero más suave), otros picantes y un par de plantas más.

Mi primer objetivo era, además de terapéutico, sentir que podía producir algo de verdad, tangible, innegablemente importante y necesario, y abastecer con algunos frutos a la mesa, naturales, sin agroquímicos y con sabor real. Y a largo plazo, no voy a negarlo, pensaba en llegar al autoabastecimiento.

Entre marzo y mayo logré cosechar algunos tomates, pimientos, picantes y cebollines, de vez en cuando. También quedaron varias aromáticas que usamos a veces, con el mate, las ensaladas, guisos o escabeches.

Trabajé muchísimo durante todo un año y las verduras que hoy tengo son muy pocas para el esfuerzo que hice. Sin dudas, un verdadero fracaso. Deberé sembrar todo de nuevo, y esta vez bien para no perder la mitad antes de comenzar, y con cierto resguardo del clima para no perder la otra mitad.

Por estos días sigo cortando algunos tomates, unos limoncitos y unas hojas de rúcula. En un par de semanas tendré unas cuantas zanahorias y unas diez plantas de acelga.

Me falta aprender mucho y miles de horas de trabajo para alcanzar el objetivo, pero cuando me siento frustrado pienso en el sabor de los tomates, con un dejo de dulzura como la miel, un gusto que no sabía que existía. De hecho, no sabía que los tomates tenían gusto. Lo mismo con los pimientos, también dulces y crujientes, sin gusto a insecticida como los del súper.

Lo más importante de esta historia no son los frutos. Lo más valioso que aprendí estos meses, lo que hace que esto valga realmente la pena y que nunca imaginé que pasaría, es que mis hijos me están viendo, con curiosidad, con diversión, a veces con ganas de ayudar y otras hasta con lástima. Pero la huerta y este ejemplo les están quedando grabados a fuego en sus retinas y esa es la mejor semilla que voy a sembrar en toda mi vida.

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