Marcelo dio un volantazo a su vida para ser feliz

Marcelo dio un volantazo a su vida para ser feliz

Cada vez más gente siente la necesidad de cambiar el rumbo de sus días o de reducir las horas de trabajo para tener un espacio propio en el cual dar riendas a sueltas a su libertad interior. El equilibrio entre el trabajo y el ocio va ganando terreno. El valor del sacrificio está cambiando. Aquí, la historia de un abogado que cerró su estudio, tiró los trajes y puso un vivero en su casa.

APUESTA. Historias como la de Marcelo Orell concitan envidia y reflexión: es el sueño de animarse a darle a la vida propia un giro de 360 grados. LA GACETA / FOTO DE ANALÍA JARAMILLO APUESTA. Historias como la de Marcelo Orell concitan envidia y reflexión: es el sueño de animarse a darle a la vida propia un giro de 360 grados. LA GACETA / FOTO DE ANALÍA JARAMILLO

Y un día Marcelo Orell cerró las puertas de su estudio. Tiró todos sus trajes. Se olvidó de los expedientes y también de su trabajo en la administración pública. Es abogado y le iba muy bien. Pero no era feliz. En su cabeza hacía varios años lo perseguía un sueño: tener un bar en la playa. No fue un arrebato. Lo meditó mucho. Sintió angustia. Había temor. Claro, no es fácil dejar lo conocido, lo cómodo, para pasar a algo totalmente nuevo.

A los 37 años Marcelo -ahora tiene 52- se planteó darle un volantazo a su vida. “Desde los 20 años trabajaba y estudiaba. En la administración pública tuve una carrera muy exitosa. Empecé siendo pinche, fui asesor letrado y terminé siendo subdirector de despacho en el Ministerio de Gobierno. Al mismo tiempo, tenía mi estudio de abogado. Siempre fui muy responsable. Me levantaba a las 6 de la mañana y trabajaba hasta las 9 de la noche”, describe.

La cuestión es que cada vez le gustaba menos su vida. No se sentía cómodo con su empleo en el Estado. Tampoco le agradaba ejercer su profesión. “Me tomaba muy a pecho los problemas que la gente me traía al estudio. Todos eran dramas. Absorbí la miseria, el odio y toda la energía negativa de mis clientes. Nadie que esté alegre busca un abogado. Te quieren y después te odian. Todo eso fue minando mi estado de ánimo. Y mi salud. Me sentía estresado y sufría serios problemas digestivos. Aunque económicamente estaba muy bien, cada vez que salía del estudio tenía ganas de ir a mi casa, encerrarme y no ver a nadie”, describe Orell.



El primer gran “timonazo” lo dio en el año 99. Fue después de unas vacaciones en Bahía, Brasil. La posibilidad de acceder a un retiro voluntario en uno de sus trabajos lo impulsó a armar las valijas. Dejó todo en su Tucumán natal y partió tras su sueño. Lo emplearon en un bar playero y a los tres meses era el gerente del local. “Cambié el dolor y la tristeza de la gente con la que trabajaba por la felicidad, la alegría de los que van a la playa a divertirse”, cuenta.

Seis años después tuvo que volver a la provincia. Fue cuando su madre se enfermó gravemente. El retorno duró unos cinco años. y después volvió a Brasil. Pero ya nada era igual. Hace dos años, decidió instalarse otra vez -y para siempre- en Tucumán. En una antigua casona familiar decidió que era hora de cristalizar otro de sus viejos sueños: el de tener un vivero orgánico. Logró abrirlo en diciembre y ya se convirtió un éxito entre los vecinos de la avenida Saenz Peña al 600.

“Ni loco iba a volver a la abogacía. Eso no es vida. Ahora tengo mi empresa unipersonal, tengo mucho trabajo pero gané en calidad de vida. Es gratificante el labor con la tierra; sembrar, ver brotar. Para mí, es un masaje al alma. No estoy atado a los horarios, trato con gente relajada, estoy de jean y zapatillas todo el día. Para mí es una terapia. Disfruto mucho y nunca más tuve problemas de salud”, dice sentado en su terraza, donde prepara plantines aromáticos y medicinales. La felicidad se le nota en su sonrisa plena, en su andar pausado. Su nariz distingue como ninguna los distintos aromas que pueblan el fondo de su casa. Cuenta que aprendió los ciclos de las plantas, cómo curarlas cuando enferman, cómo hacer que crezcan fuertes.

“No me arrepiento de nada de lo que hice en mi vida”, confiesa Marcelo. El dejó de vivir pendiente del reloj. Y ese fue uno de sus grandes logros, dice. ¿Acaso alguien no sueña con eso, con ser dueño de su tiempo en una época en la que se ha vuelto un bien tan escaso? Quienes se animan -y pueden- renunciar a sus trabajos o a las horas extras aseguran que el tiempo se ha convertido uno de los mayores lujos de la vida moderna.

“Decidir qué hacer y cuándo es el mayor privilegio hoy en día”, sostiene la psicóloga Carmina Varela. Por eso, según explica, no se sorprende que cada vez más personas sientan la necesidad de preguntarse profundamente sobre los deseos, sobre lo no hecho, lo pendiente.

“Hoy están puestos en duda muchos valores y mandatos que antes eran incuestionables. Por ejemplo, antes era admirable una persona que sacrificaba todo por el trabajo. Hoy pensamos: ‘pobre’”, analiza la experta.

El equilibrio va ganando terreno y eso, según Varela, es muy bueno. “Mucha gente analiza que en la vida si uno usa mucha energía o esfuerzo en una sola área, las otras se empiezan a deteriorar. Si bien la mayoría no puede renunciar a todo y empezar de cero, está la idea de que se puede tener una vida responsable y a la vez libre. Tal vez gane menos plata o no alcance todos los logros que me había propuesto, pero la sensación interna de libertad compensa lo otro. Las personas que, por ejemplo, dejan las horas extras y empiezan a contar con más tiempo para ellas tienen más energía, elevan su autoestima y recuperan su salud psicofísica”, describe.

Para Verónica Ríos, contadora de una empresa regional, bajar a la mitad su carga horaria en el trabajo significó tener más tiempo y también más felicidad. “Esto es lujo. Tiene que ver con poder estar en paz con uno mismo, con poder llenar una vida que estaba vacía”, sostiene. Ella, al igual que Marcelo, saben ahora que en definitiva no sirve de mucho tener acceso a todo lo material si lo que falta es el tiempo y alegría para disfrutarlo.

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