El calvario imperdonable
En el principio fueron los pobres. Los desposeídos. Los desprovistos de toda esperanza. Ellos eran los protagonistas del discurso. Los elegidos para una revolución política supuestamente horizontal, cuyo objetivo principal era igualar a toda la sociedad argentina. Pero ese discurso fue, poco a poco, mostrando sus agujeros, sus parches repentinos, sus absurdas y deshilachadas incoherencias. Hoy, tras una década de populismo mal entendido, en la que avanzamos a la manera de los cangrejos, nuestra sociedad se muestra más dividida que nunca. Y lo más doloroso de todo es comprobar que esa división fue -casi siempre- promovida por los mismos defensores de un modelo que ahora naufraga en el tempestuoso mar de la improvisación.

De hecho, cada vez está más claro que el síndrome que aqueja a nuestra clase política -y que podría acabar por desahuciarla- es esa incomprensible sordera civil que no sólo aturde, sino que también avergüenza. Y avergüenza aún más su déficit de proximidad social, su incapacidad de comunicarse con aquellos que necesitan una respuesta, su falta de empatía por cuanto ocurre en la calle y su indiferente desprecio por los problemas cotidianos de la gente; como si los unos y los otros (políticos y ciudadanos), vivieran en dimensiones paralelas, separados por un alejamiento extremo y doloroso. Este alejamiento se está dando en todas las formaciones políticas, aunque es justamente en el oficialismo donde su rotunda virulencia resulta aún más dolorosa. Tal vez por eso los actuales candidatos están tan desesperados por conseguir el apoyo de aquellos que ya han dejado de creer. Y hacen lo posible para mostrarse íntegros. Sin embargo, aunque parezca increíble, las torpezas siguen agrandando la brecha que los separa del pueblo. ¿De qué otra forma podría catalogarse sino el imperdonable desliz de la primera dama provincial que llegó a tratar de “vago de miércoles” a un inundado que perdió todo? ¿O a la incomprensible actitud del titular del Ente de Turismo que usó un auto oficial para llevar agua a su propio molino? Esas actitudes bastan para dejar a todos en un estado de incesante catatonia, mientras los funcionarios ni oyen las protestas o, lo que es aún peor, se burlan de ellas. Los ciudadanos -hay que decirlo de una vez por todas- se han convertido en espectros de un enfermo que, en la mesa de operaciones, ve como, poco a poco, le arrebatan sus derechos con el discurso engañoso de estar protegiéndolo. A propósito, el filósofo Immanuel Kant concibió una frase que resume magníficamente esta relación entre política y dignidad: “Sólo las cosas tienen precio, los hombres no tienen precio porque tienen dignidad”. Sí, porque la dignidad es un valor, y ser dignos significa valorar al otro por el mero hecho de ser personas. La dignidad consiste, entonces, en considerar al ciudadano como fin en sí mismo y no como medio para ejercer la política y ostentar poder. Hoy, más que nunca, se ha arraigado una mentalidad que identifica a la política con la picardía y con la deshonestidad. Y esto es muy peligroso, sobre todo para el futuro de nuestra cultura democrática. Como dijo alguna vez Theodore Roosevelt: “Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia”.

Entonces, la clave parece estar en un cambio urgente conducta. Las denuncias de corrupción, el endémico flagelo de la inseguridad, la descomposición de la estructura social y la incapacidad para resolver problemas que tienen en vilo a toda la comunidad hablan de un modelo político envejecido, que no avanza ni retrocede. Que está tieso. A la espera de algo que no llega. A la espera, tal vez, de una absolución. La degradación, en cambio, sí prospera. Se expande como los ríos desbordados que sumieron al sur tucumano en el barro y el aislamiento. Y quienes la auspician no enmascaran su desprecio por la miseria y el dolor de la vida humana. Todo lo contrario: se jactan de lo que hacen, ostentan su impunidad y riqueza. Dicen que no sucede lo que pasa. Y al que pretenda lo contrario, se lo aprieta. Esta degradación duele en el alma. Por eso, urge un cambio rotundo en la manera de concebir la política y el servicio a los demás.

Pensemos todo esto en esta Semana Santa, porque muchos tucumanos humildes aún siguen sumergidos en un imperdonable calvario, esperando que algún Simón de Sirene les ayude a cargar con esa cruz.

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