Críticas de las puestas en la Fiesta Nacional del Teatro

Críticas de las puestas en la Fiesta Nacional del Teatro

TEATRO POLÍTICO DE CALIDAD, SIN AMBIGÜEDADES Y MUY OVACIONADO

“Un país en llamas. Los jóvenes quieren el poder. El cielo por asalto. Operativo Pindapoy”.

Y un día, el teatro político volvió a escena, con una obra de gran factura artística. El “Operativo Pindapoy” de referencia alude al nombre dado por Montoneros a su debut como fuerza en la Argentina de 1970, en la inauguración de un nuevo ciclo de la violencia en el país (preexistente y que luego se profundizó, como es público), con el secuestro y muerte de Pedro Eugenio Aramburu.

Las cuatro frases de apertura son la síntesis que el autor y director, Jorge Villegas, hace de su obra en su libro “Incompleto”. Y ellas se ven y se sienten en la puesta que ofreció el lunes con su grupo Zéppelin Teatro (creado en Córdoba hace dos décadas).

Toda manifestación artística, en sí misma, es política, sea en su mecanismo de producción estético como en la presentación espectacular al público. Siempre hay un discurso, sea la comedia más pasatista o la puesta más comprometida en términos ideológicos partidarios.

“Operativo Pindapoy” recupera la idea de un teatro político sin ambigüedades, en el cual lo que se dice es igual de importante al cómo se lo dice (y a la forma de trabajo previo hasta llegar al escenario), lo que permite un acercamiento hacia lo expresado sin caer en la declamación de barricada. Se basa en los principios centrales que plantearon los alemanes Erwin Piscator y Bertolt Brecht, con el despliegue escénico de elementos del teatro épico (rupturas en el relato, distanciamiento, irrupción de temas musicales, proyecciones intervenidas, etcétera), que llevan al público a comprometerse intelectualmente con una obra montada con rigurosidad no academicista sino con orgánica calidad. Todo está al servicio de lo que se propone expresar, comenzando por las excelentes actuaciones, sin fisura alguna, del trío que integran Rubén Gattino (una perfecta síntesis conceptual de Aramburu), Matías Unsain y Santiago San Paulo.

La tensión y la violencia que recorre la propuesta no se centra en lo físico sino en las ideas, característica propia de ese momento histórico (y quizás del actual también). El choque entre dos generaciones, que antes y después llenará de sangre y de luto a la Argentina, va mucho más allá de la diferencia de edad: es entre dos formas de ver, entender y querer transformar el mundo.

Hay una doble extrañeza al ver esta clase de puestas. Por un lado, parece una apuesta nueva cuando recupera opciones poético teatrales que tienen mucho más de medio siglo, y que sorprenden a un público poco habituado a la estética ofrecida; por el otro, rompe con el discursismo que muchas veces se traslada del papel al escenario, cuando son dos espacios distintos. Como sea, es un desafío que enfrenta el posmodernismo desideologizado.

La respuesta del público ratificó la dirección dada por Villegas: una ovación (con casi media platea de pie) consagró la obra como la que mayor repercusión viene teniendo hasta ahora en el festival. La ratificación llegó cuando el elenco ingresó al comedor donde todos los acreditados comparten las cenas y fue recibido con aplausos. No hay nada mejor que el reconocimiento de los pares. 

DOS UNIPERSONALES GENERARON DISTINTO INTERÉS EN EL PÚBLICO

La del lunes fue la jornada más interesante de las vividas hasta ahora. Dos unipersonales, sólo unidos por esta característica, generaron distinto interés. En primer turno, el formoseño Marcelo Gleria protagonizó “El kurupí de Itapé” (foto), una versión libre de la novela “Hijo de hombre” del paraguayo Augusto Roa Bastos, con dirección de Lázaro Mareco. La historia gira alrededor de los abusos de poder de un jefe político militar en el pueblo de Itapé, que domina dictatorialmente la zona con la sistematización del terror como táctica y el sometimiento sexual a las jóvenes del lugar, durante la guerra del Chaco contra Bolivia (entre 1932 y 1935).

Gleria maneja una interesante estética con un atuendo blanco que lo envuelve como una mortaja y logra momentos atractivos de desdoblamiento en su relato. Sin embargo, la incertidumbre inicial de no saber si el protagonista es un híbrido (hombre, mujer o un fantasma) se evapora al presentarse como una monja de la Orden Terciaria, confesora y confidente de la esposa del dictador, y cómplice de este último en su huida final. La elección de que un varón asuma el rol femenino genera una distancia que no es buscada en la puesta, que transcurre por otros caminos. El miedo al poderoso se evapora en el tramo final de la preanunciada tragedia.

“Irma (cierro los ojos y veo)”, en cambio, fue pura simbiosis entre el público y una inmensa actriz. Mariela Roa logra una perfecta unión con los espectadores desde su personaje desvalido, con una simpleza de las grandes cosas y un mundo interior que apabulla en los gestos pequeños, cuidados y preciosos, aprovechados con exactitud en la puesta de Marina Carrasco y con una asistencia eficiente de Gustavo Romero, quien además aporta momento de canciones a capella en vivo que potencia la emoción.

Una supuesta muestra de fotos de paisajes enormes y deshabitados le permite a Irma hablar de su existencia en un paraje donde viven 152 personas, de su incomodidad, de su profunda soledad, de sus sueños comunes.  “Me gusta mirar largo” y “hay de todo y no ves nada” son algunas de las frases que representan su agobio en un espacio abierto al infinito. Roa es, además, la autora de un texto exquisito, donde la profundidad no está en la elección de las palabras sino en lo que ellas quieren decir en su contexto. El corazón queda en la mano y las lágrimas, en las mejillas. Los ojos cerrados a los que hace referencia el título, en realidad, ven mucho más que cuando están abiertos.

Temas Salta
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios