Un día duro

Un día duro

Adelanto de El puñal*, novela con una trama que corta el aliento y que indaga a un mismo tiempo la traición y el secreto, una rara obsesión amorosa y los intersticios de un país donde todos son corruptos y todos tienen una buena justificación para serlo. Por Jorge Fernández Díaz.

09 Noviembre 2014
Aquel sábado fue un día realmente duro: después de haber acribillado a cinco o seis en la retirada, un francotirador inglés con una mira infrarroja me paró en seco y me abrió un buraco en la barriga. Fue en el combate de Monte Longdon. Y cuando desperté estaba todo remendado en una tienda de campaña: nos habíamos rendido. Al volver me dieron tres medallas y me encerraron en una sala siquiátrica del Hospital Militar. Más tarde me obligaron a firmar unos papeles confidenciales y con otros desamparados y loquitos me subieron en secreto a un camión y me tuvieron dos años en Campo de Mayo haciendo cursos de comandos a órdenes de Leandro Cálgaris.

Cálgaris trabaja desde entonces en una agencia del servicio de inteligencia del Estado. Le decimos “coronel” aunque técnicamente es un retirado del Ejército y reviste como nuestro jefe de Operaciones en las sombras desde 1984: todos los presidentes y ministros lo han tratado en algún momento, y ahora es conocido en el mundo de la política como “el tipo que arregla los problemas”. El viejo me enseñó a leer y a estudiar, y a ejercer todos los verbos prohibidos. Me salvó de levantarme la tapa de los sesos, como hicieron tantos camaradas de trinchera. Le debo mucho. Y a pesar de todo, lo confieso, a veces me gustaría mandarlo de un tiro al otro barrio.

La chica que estoy siguiendo no es un problema de Estado. Pero es esa clase de asuntos con los que pagamos las cuentas. Le vengo pisando los talones desde el viernes y sé que llegó la hora. Estamos en una disco de la Costanera. La chica tiene un chico que piensa que es grande, y que el Chapo Guzmán le debe un favor. Anda en un Porsche y calza Parabellum de 9 milímetros, pero nunca le disparó a un cristiano y no sabe cómo se siente uno después de ese trámite.

Un rubio musculoso bloquea la entrada y me recuerda con su mirada que sigo siendo un negro de mierda, pero hay algo en la mía que lo convence de que también soy muy capaz de romperle la jeta. Así que me da el paso, y entro en el humo, en las luces y en el ruido. Me abro camino a los codazos y pido una cerveza en la barra. La chica tiene el pelo rojo y el vestido amarillo, y se mueve en la pista con los ojos en blanco, cerca y lejos del chico malo, que baila sólo con los gestos y especula con los ojos, como si lo rodearan potenciales clientes o enemigos.

Al rato lo rodean siete anoréxicos, y todos juntos derivan a los abrazos y a los gritos y a los besos hasta un rincón alejado. Acampan dos horas a pura bebida blanca hasta que uno se queda duro, y otros dos se confunden de cuerpos en un amasijo. Estuve en muchas trasnoches, pero pocas veces vi a una chica tan muerta. El amarillo se le subió a la cara, y no sabe si vomitar o comprarse un gato. Su novio, que es un gran pelotudo, se levanta con un porro en los labios y la lleva hasta el baño de caballeros. Quiere inyectarle algo en el brazo para revivirla. Es una canchereada de falso traficante, de falso influyente y de falso maldito. Le aplasto la nariz de un codazo y le tiro la pistola al inodoro.

La chica no sabe dónde está: tararea una canción de Sumo, le pide explicaciones al espejo y noto que ha perdido un zapato. La tomo de la cintura, pasamos por encima del impostor caído y la arrastro hasta la calle. Pesa y piensa menos que un maniquí. La acuesto en el asiento trasero de la camioneta y salgo a Libertador y subo a la Panamericana.

Estoy tarareando la misma canción cuando llego a La Horqueta. El vigilante sale de la garita, me reconoce y llama por radio a su patrón. Prendo un cigarrillo, se encienden algunas luces en las ventanas. La chica no sabe si aprobó Química de tercero. Viene a buscarla su madre en bata y con lágrimas, y con mucamas vestidas de rosa. Se la llevan a la cama, llaman al médico. El padre, con las manos en los bolsillos, mira la procesión y se apoya en la 4x4.

-Son cinco días, diputado -digo.

-Hace diez que no duermo. Los hijos se nos parecen tanto, pero tanto, que son distintos.

Cobro, arranco, me pierdo en la noche.

* Planeta.

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