Las misas africanas son bailadas y cantadas con alegría

Las misas africanas son bailadas y cantadas con alegría

Desde 1999 el Seminario Mayor de Malanje, en Angola, está a cargo de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, que también está en la parroquia de Monserrat en Tucumán. Su rector es el padre Fabián Giménez, tucumano, desde hace tres años

EL OFERTORIO. La parte más colorida de la misa es el momento de las ofrendas; cada uno obsequia lo que puede y los productos de la tierra. fotos de magena valentié EL OFERTORIO. La parte más colorida de la misa es el momento de las ofrendas; cada uno obsequia lo que puede y los productos de la tierra. fotos de magena valentié
“Voy a oficiar misa en la cárcel. ¿Venís?” La pregunta del padre Fabián Giménez, director del Seminario Mayor de Malanje, Angola, no es muy tentadora. Estaba claro que no iba a poder sacar fotos ni filmar. “Va a ser una experiencia para vos, para tu corazón”, insiste. ¡Está bien! La Toyota cuatro x cuatro del seminario, adquirida en donación, recorre las calles de tierra anaranjada y llena de pozos.

A la entrada de la cárcel nadie pide documentos, pero por las dudas, el padre me ha aconsejado que lleve pasaporte y una vestimenta “monjeril”. Me calzo el típico atuendo misionero: pollera larga hasta los tobillos, chomba blanca con la imagen de San Antonio y la leyenda “Missão católica” y el pañuelo atado a la cabeza. El guardia ha caído en la trampa: “¡ha llegado el padre con la hermana!”, anuncia desde la guardia.

En menos de cinco minutos llega el catequista a paso ligero, estirando el brazo para saludar. “¡Bienvenido padre, bienvenida hermana! Gracias por venir”, saluda con rostro iluminado. Un grupo de 50 hombres espera en la puerta. Algunos estrechan la mano con una leve inclinación de cabeza y otros corren a formarse en dos filas paralelas. Por el medio pasa el sacerdote hacia el comedor convertido en templo. El coro canta y se mece de un lado al otro, al compás de palmas.

Algunos internos sostienen entre las manos pequeños misales con las hojas dobladas de tanto uso. Dos presos se han colocado ambos blancos de cirujano que simulan albas de monaguillo. Mientras el padre Fabián prepara los elementos de la misa y se reviste con los ornamentos litúrgicos, los demás cantan y siguen el ritmo con el cuerpo, bailan.

Un coro “celestial” interpreta 10 o 12 canciones que son salmos y alabanzas acompañados con instrumentos fabricados por ellos mismos, una caja de cartón hace de tambor y latas de conserva con semillas, de maracas. Cantan y entrecierran los ojos; de vez en cuando lanzan una mirada al cielo con las palmas unidas. Parece que en vez de la cárcel estamos en un monasterio, o más arriba, quizás.

Poco antes de llegar al penal el padre Fabián me había comentado al oído: “En Angola no está bien visto que oficiemos misa para los presos y mucho menos que comulguen”. En la cultura africana el delito no se tolera. “Si te encuentran robando en la calle, nadie llama a la policía. Te agarran entre todos y vas a rogar que alguien te meta en la cárcel porque ahí afuera te muelen a palos. Si por desgracia atropellás a alguien y fallece, más vale que te vayas del país; la muerte se paga con la vida”, cuenta el padre que lleva tres años en Angola.

En las aldeas, el orden está regulado por el “soba”, la autoridad tradicional. Hasta hace poco era ungido por las familias de acuerdo a un linaje, pero ahora son puestos por el gobierno para que resguarden la tranquilidad porque en esos lugares no hay policía ni jueces de paz. Cuando hay un conflicto el soba llama a las partes, las sienta a conversar en una choza redonda para que todos se vean la cara, y pueden discutir hasta el día siguiente, hasta llegar a un acuerdo.

En la cárcel sólo escuchan misa los presos con mejor comportamiento. Cuando termina la misa los internos forman una fila para ser bendecidos por el padre. Algunos se arrodillan. Como niños agachan la cabeza y dejan que el padre les haga la señal de la cruz en sus frentes.

El padre Fabián y los otros tres sacerdotes del seminario también ofician misas en conventos de monjas y en las aldeas.

Al final de la celebración el padre explica que hay una periodista de LA GACETA. Todos aplauden y piden que diga unas palabras. Me enfrento a cada par de ojos durante varios segundos. Al fin, digo lo primero que se me escapa del corazón: “cada pueblo tiene su forma de rezar. Ustedes lo hacen con mucha espontaneidad, con cantos y danzas, con más alegría que solemnidad. Gracias a todos por enseñarme a rezar con todo el cuerpo. ¡Lo voy a intentar!” Todos rieron y aplaudieron.

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