Adolescente entre libros

Por Carlos Páez de la Torre H 01 Agosto 2014

El diplomático y ensayista tucumano, doctor Máximo Etchecopar (1912-2002) trae interesantes recuerdos de su niñez y adolescencia en esta ciudad, en el libro “Historia de una afición a leer”. Llevaba el mismo nombre de su padre, un médico muerto en plena juventud, en 1916. Etchecopar padre tenía una buena biblioteca y el hijo habla largamente a su respecto. En los anaqueles estaban todo Taine, todo Renán, todo Anatole France. Convivían con Jules Lemaître, André Houssaye, Paul Bourget, por ejemplo. De Maurice Barrés, había un solo título, “El viaje de Esparta”, y recuerda que lo leería recién mucho más tarde, a raíz de un juicio de Ortega y Gasset. Este consideraba a “El viaje” una obra dotada de “tres cualidades soberanas: temperatura, densidad y música”. De los argentinos contemporáneos, sólo estaba el “Lunario” de Lugones. Abundaban los grandes historiadores de Roma: los antiguos casi en su totalidad y, de los modernos, Mommsen, Fustel de Coulanges, Ferrero, Michelet y demás.

Etchecopar recordaba su perplejidad frente a libros tan sesudos: “no sabía un adarme de latín y mi conocimiento del francés era entonces muy magro”. Se apiadaba de sí mismo, dice, “frente a la pobreza desusada de mis dotes juveniles”, cuando leía biografías de escritores famosos que hacían gala de “portentosa precocidad intelectual”.

Entonces, “me circunscribía a pasarme horas delante de los tomos silenciosos, a algunos de los cuales, diccionario mediante, trataba de desentrañar a ciegas, o poco menos. Y resulta, eso sí, como milagroso, que mi inicial trato impotente con libros y autores no decayera en frustración y rechazo definitivo”.