Es común, pero a veces falta

Es común, pero a veces falta

A menudo ellos, con menos de un metro de altura, nos asombran. “Si siempre estamos sacando la basura ¿no debería pasar el basurero todos los días?”, pregunta Milagros (5 años). “Mi papá sabe que el cigarrillo mata y así y todo fuma. ¿Eso quiere decir que él se quiere morir?”, plantea su amigo Rodrigo, de la misma edad, a la maestra jardinera. Sus palabras nos causan sorpresa. Porque en el fondo tienen algo que muchos de nosotros, los adultos, perdemos en reiteradas ocasiones: el sentido común.

Se supone que es el primero de los sentidos, ese que nos da la capacidad para razonar, decidir y actuar acertadamente. Benjamín Franklin decía del sentido común: “es la cosa que todos necesitamos, que pocos la tienen y que ninguno cree que le falta”.

Pero sí nos hace falta. En el centro, cuando nos paramos a charlar con un amigo o a hablar por celular justo en la vereda más angosta, dificultando el paso de otros peatones. Ayer, en una esquina, dos hombres conversaban parados sobre una rampa destinada a personas con dificultades motrices. Una señora en silla de ruedas tuvo que esperar un buen rato a que termine el diálogo. ¡Y debió pedirles permiso para pasar!

Usar el sentido común es saber cuál es la causa y el efecto, qué podría suceder a simple vista si… decido detener mi auto sobre la senda peatonal; o voy de paseo al cerro, enciendo una fogata y me vuelvo a casa sin apagarla. Parece tan obvio. Pero pasa siempre.

Las calles están llenas de ejemplos. ¿Qué sentido tiene poner una rampa en una esquina si en la otra el cordón de 20 centímetros sigue intacto? ¿Qué sentido tiene poner un semáforo en una rotonda? Es redundante: si ya tenemos una estructura para hacer más fluido el tránsito, ¿por qué gastar en otra?

“¿Por qué mi mamá reniega todo el día para que la casa esté limpia pero no le importa tirar un papel en la calle?”. Los planteos de los chicos no paran. Sus preguntas suenan lindo: puro sentido común.

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