Sebastián
26 Enero 2012
Por Jorge Estrella

La llovizna trajina sobre el bosque, se apoya en las hojas, inclina las ramas, humedece las flores. Avispas, abejas, abejorros, postergan su labor diurna de visitantes  del polen, pero los pájaros siguen activos. Un perfume montuno de algarrobas húmedas, de chañares y de mistoles que sobreviven en el suelo al avance de hormigas acarreadoras, de tierra mojada, de sueño de árboles, de hojas limpias, inquieta mansamente el aire.
Las cabras en el corral de palo a pique se han agrupado para reunir calor pero la llovizna no parece molestarlas demasiado y sueltan uno que otro balido. Sebastián, el perro cabrero, reposa a medias pero ante cada balido levanta las orejas y parece tranquilizarse cuando comprueba que son los sonidos normales de la gente a su cargo. Mediano, pelo negro y corto, rostro expresivo,  sabe certeramente las responsabilidades de su oficio. Conoce uno a uno los animalitos del corral, que son una treintena. Su ocupación es evitar que se desbanden cuando salen del cerco a comer del bosque, que regresen todos y en orden al corral, que ningún predador les haga daño. Ha sido criado desde cachorro con leche de las cabras que cuida, son su familia y dará la vida por ella si es preciso. Corajudo, enérgico, Sebastián jamás usa el puñal de sus colmillos contra su ganado. Corretea y empuja las cabras con su propio cuerpo en la dirección que necesita guiarlas. Su atención apenas admite espacios para el entresueño, días y noches le exigen saber qué ocurre con los animalitos a su cuidado.
Tiempo atrás Sebastián no percibió la cercanía de un puma que vigilaba la majada y su cuidador desde la dirección contraria del viento, para eludir el olfato de las cabras y del perro. Pero el felino se apresuró en atacar a campo abierto  a la "Cara blanca",  cabrita joven que se había alejado unos pocos metros ramoneando una tusca.  Sebastián salió a proteger la víctima que entre balidos desesperados trataba de unirse al grupo. El gato se paró en seco sobre sus cuartos traseros cuando Sebastián le cortó el paso y comenzó a asediarlo de lado a lado ladrando con furia. Conocía el riesgo de enfrentarse solo al puma y esperaba que sus ladridos atrajeran al resto de la perrada o a los dueños en la casa distante. Las orejas plegadas y los bigotes blancos aplastados contra sus cachetes, el felino no se decidía a huir cuando ya supo que su ataque había fracasado. Sebastián lo vio indeciso y le saltó al cuello. Pero el puma, velocísimo, lo recibió con un zarpazo certero que le abrió una herida y su costillar izquierdo quedó al descubierto. Así lastimado, Sebastián no dejó de ladrar hasta que la perrada se hizo oír próxima y el puma huyó por el monte tupido. El dueño de casa alzó en sus brazos a Sebastián, arreó la majada al cerco y en la casa limpió y envolvió la fea herida. El animalito pasó postrado en su convalecencia y desde la galería del rancho veía afligido los movimientos de las cabritas al salir en las mañanas al monte guiadas por uno de los muchachos del rancho. Y cuando las veía regresar sus ojos se iluminaban con una alegría de reencuentros, de angustias sosegadas por el retorno, se incorporaba dolorido y casi a la rastra se aproximaba al corral de sus animales haciéndoles señales amistosas y quejándose de sus impotencias.
Hoy la llovizna amansa los ánimos, pesa sobre la arboleda, vuelve más intenso ese olor del estiércol de las cabras que ha elevado un medio metro el piso dentro del cercado. Hay un mistol grande en un costado, por fuera, y Sebastián se ha recostado bajo la protección de su follaje. Lejanamente el traqueteo de un sulky anuncia que se acerca. Sebastián alza el cuello y mira hacia el camino. El sulky aún no aparece pero la perrada del rancho ya sale alborotada a esperarlo en medio de ladridos fuertes. El dueño de casa le silba para que no ahuyente a los visitantes del sulki. Ya incorporado, siempre junto al corral, Sebastián puede ver la escena de un hombre, una mujer y un niño que descienden del carruaje, saludan y conversan con el dueño de casa. Éste les indica a los visitantes el corral y los cuatro se dirigen hacia donde está Sebastián. Todos se apoyan en la cerca de palo a pique y observan las cabras. Los animalitos tienen la mirada húmeda, como sus lomos, se apretujan en el lado opuesto de las visitas. Sebastián se alarma cuando el hombre bajado del sulki señala dentro a una de las cabras. La mujer opina, el niño señala otra, finalmente el visitante habla con el dueño, insiste en indicar una cabrita joven. El dueño de casa ingresa al corral, seguido por Sebastián, que ha comenzado a gemir, toma la cabra escogida, se dirige al sulky la ubica recostada sobre la plataforma y anuda con soga sus cuatro patitas. Los gemidos de Sebastián se convierten en ladridos llorosos mientras ve al visitante pagar al dueño de casa, subir con su familia al carruaje y partir en dirección del camino. Ya en ruta, el caballo del sulky comienza un trote rápido. Sebastián corre atrás, con sus ladridos lastimeros. La llovizna, su propia transpiración y el sufrimiento de ver que se llevan a "Cara blanca", hacen naufragar su ánimo en la impotencia y la desolación. Corre, corre, corre, siguiendo al sulky. Pero, aunque él no lo sepa, hay un punto preciso del camino en que se detendrá, el llamado de su gente en el corral, a su cargo, podrá más que el dolor de ver a "Cara blanca" alejarse cautiva en el carruaje en manos de sus predadores.
                       
(c) LA GACETA

Jorge Estrella - Filósofo, escritor.

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