"Buenos días Pachamama, acá están tus hijos que han venido a venerarte"

"Buenos días Pachamama, acá están tus hijos que han venido a venerarte"

Los amaicheños develaron la incógnita. Con una serie de rituales indígenas, honraron a la Madre Tierra y leyeron la piedra que esconde el porvenir. Videos e Imágenes.

05 Agosto 2008
Cenizas de soñolientos fuegos han quedado en los montes y en las calles. La claridad anticipa el alba en Amaicha del Valle, y las hogueras que durante la noche ardieron para recibir a la Madre Tierra ahora sólo son cadáveres de carbón. El desvelo ha terminado, y ahí están los Mamaní, los Colque o los Pastrana, rodeados de extranjeros que vacilan insomnes.

La aurora acalló los murmullos, y unos y otros observan a la piedra que guarda el porvenir. Cuando los primeros rayos de sol empujan la luz, un descendiente de los ancestrales habitantes del Valle Calchaquí desentierra la roca, la voltea y descubre humedad. "El año traerá lluvias", dice, y el eco de su voz se oye en los cerros.

Cada 1 de agosto, los amaicheños celebran el Día de la Pachamama, que consiste en una sucesión de ritos que despunta a la medianoche con una ceremonia denominada la sahumada y la castigada, continúa con la vigilia hasta el amanecer, instante en que se realiza la lectura de la piedra, y finaliza al mediodía, con las ofrendas, los brindis y las coplas.

El ritual, heredado de los pueblos originarios del altiplano, se relaciona con los ciclos de la agricultura; por ello, la fecha coincide con el momento en que termina el descanso del invierno y comienza el tiempo de siembra. El viernes pasado, como hace cientos de años, los lugareños revivieron la veneración.

En las bajas casas de adobe hubo honras, de las que participaron también los turistas. Ahumados los cuerpos en la víspera y revelado el mensaje de la piedra en la mañana, los indios aguardaron a que su tanta Inti estuviera en lo alto para abrir la boca de la tierra y empezar, así, con la última de las ceremonias.

Buenos días, Pachamama,
Pachamama, buenos días,
acá están tus hijos,
que han venido a venerarte.

Hombres de mirada rasgada abrigaron el aire con palabras de cantares, y viejas copleras desempolvaron sus cajas (redondas lunas de cuero de oveja y vizcacha) y se atrevieron con versos decidores. Abstraídos, los foráneos introdujeron en la escena la tecnología de sus celulares, que impúdicos no cesaron de retratar el trance.

Pachamama ya nos vamos a encontrar,
en un mismo lugar,
que es a la vez punto de origen,
y punto de final.

Pachamama danos qué comer,
que haya fruta este año,
traénos suerte para el que viene
ya nos veremos otra vez.

Después de saludar a su madrecita, le arrojaron las ofrendas. Migajas de pan. Frutas secas. Locros y estofados. Dulces y mermeladas. Nueces y verduras. Vino y agua. Todo acabó en un hoyo. Sólo entonces las almas reunidas alrededor, sucias de olor a romero quemado, se marcharon por un sendero de cardones.

Al final del camino, los hijos de la Pachamama eran esperados con empanadas, carbonadas y alcohol. De ahí en más, se sucedieron los almuerzos comunitarios, los brindis y los cantos. Hasta que los brazos de la noche entraron en las viviendas y, borrachos ya, todos creyeron ver a la santa efigie de la Madre Tierra.

Durante mucho tiempo, cultos como éste estuvieron guardados en la intimidad de las casas vallistas, pero el turismo los ha sacado a la luz. Eso ocurrió el viernes, cuando en los rostros humildes de los descendientes indígenas y en las expresiones curiosas de los viajeros la Pachamama se sentó en su trono de deidad diaguita. LA GACETA ©

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