CUENTOS
NARANJO ESQUINA
FABIÁN SOBERÓN
(Ente Cultural - Tucumán)

Hay una frase de Flannery O'Connor como epígrafe a Naranjo Esquina, el flamante libro de cuentos de Fabián Soberón. “Solo Dios es ateo. El diablo es el mayor creyente y tiene sus razones”. Hay una versión más completa de esa frase, que la narradora norteamericana escribió.  “No puede ser ateo quien no lo sepa todo. Solo Dios...”

Hay varias formas en que esta frase atraviesa el libro. Porque la religión no solo está explícita en personajes curas o niños creyentes, sino que está en la misma forma en que Soberón construye estos artefactos narrativos. La confesión cristiana de alguna manera está presente en gran parte de los cuentos: dos personas se juntan y una debe sacarse un secreto de encima. Debe confesar un “pecado” o una verdad que oculta. Si bien el libro tiene un aura policial (un hombre que regresa al pueblo para indagar en su pasado, en especial sobre sus padres) este hombre que es periodista, y en cierta forma también detective, es, sobre todo, un sacerdote: un hombre que escucha los secretos atroces de otros.

“Hasper había nacido en medio de las gallinas y había tenido mucho dinero cuando era joven. Pero lo había perdido en el juego, en las noches largas del casino y en medio de las putas. Nunca hablaba de eso pero una sola vez se atrevió y me contó. Largó todo como si fuera un vómito. Parecía que lo tenía guardado desde hacía años y que necesitaba escupirlo para limpiarse la cabeza”.

Habladurías e influencias

La confesión cristiana no es el único motor de los artefactos narrativos de Soberón, porque los secretos en ese pueblo tienen espesor; y donde hay secretos, hay chismes.

Si Ricardo Piglia señaló, con certeza, la relación entre paranoia y ficción; es difícil no notar que Soberón hace del chisme su segundo motor narrativo. Los que no confiesan sus pecados, hablan de los pecados ajenos. O de lo que suponen. Y en Naranjo Esquina pululan esas personas chusmas, que no tienen nada mejor que hacer que espiar las vidas ajenas y sacar conclusiones, a veces descabelladas (aunque, por supuesto, se puede corroborar eso de “piensa mal y acertarás”).

Hay varias obras con la que este libro dialoga. La frase de Flannery no es inocente, por supuesto: hay cierto parangón entre la brutalidad sureña y la que se padece en los pequeños pueblos del norte argentino.

Quizá existan lazos comunicantes con  Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson: cuentos ambientados en un pequeño pueblo, tomando a los distintos habitantes como personajes que tienen sus historias.

Y de manera indirecta uno podría pensar en Pedro Páramo. Naranjo Esquina no es Comala, pero sin lugar a dudas sus habitantes tiene algo de fantasmas: seres dañados, que parecen haberse quedado estancados en una desgracia o tragedia ocurrida en el pasado.

Ninguna de estas tres posibles influencias sirve para dar cuenta de la complejidad narrativa desplegada por Soberón a lo largo de los 35 cuentos. De hecho, no es un detalle menor que el libro demande -a diferencia de la mayoría de los libros de cuentos- ser leído en el orden en el que están presentadas las historias. Hasta se la podría leer como una novela; no sería lo mejor, pero tampoco sería tan descabellado.

A eso me refiero con la complejidad del libro, que quizá no se nota por una prosa que logra ser, al mismo tiempo, clara, precisa y poética.

Uno  termina el libro y los personajes se quedan con uno.  “Al revisar el pasado de las personas  que me crucé en los ya muchos años percibí que siempre faltan piezas o que algunas se han perdido”, dice el narrador.  Por eso en la mente del lector esos personajes permanecen  como enigmas sin resolver. En los cuentos de Naranja Esquina hay versiones contradictorias de un mismo suceso, puntos de vistas distintos que anulan o refutan a uno ya dado. Esto enriquece los cuentos: no hay una verdad, sino muchas verdades y muchas mentiras y no es tan fácil saber cuál es cual.

© LA GACETA

Daniel Medina