Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión”. Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, 1848.

Cristina Kirchner confirmó que se retira de la contienda electoral de este año. En febrero de 2011, la entonces diputada Diana Conti proponía habilitar la reelección indefinida. “Los sectores ‘ultra K’ a los que pertenezco avizoramos el deseo de una reforma constitucional porque quisiéramos una Cristina eterna”, manifestaba. Una docena de años después, la actual vicepresidenta se encamina -como en el libro señero de Isaac Asimov- hacia “El fin de la eternidad”. El oficialismo, sin brújula, encara una instancia de orfandad electoral a un mes y medio de la inscripción de precandidatos para las PASO.

En Tucumán, Juan Manzur declinó hace apenas una semana su candidatura a vicegobernador. No competirá por ningún cargo electivo en los comicios reconvocados para dentro de tres semanas. Su decisión responde a una situación límite: la Corte Suprema de la Nación había frenado los comicios provinciales (la cita con las urnas era el domingo pasado). ¿La razón? La postulación de Manzur en el binomio gubernamental, en el que se mantiene desde hace 16 años (la mitad como vice; la otra, como mandatario), colisionaba con los principios republicanos de alternancia en el poder. Eso objetó el Partido de la Justicia Social y el superior tribunal, si bien no se pronunció aún sobre el fondo de la cuestión, consideró razonable el planteo del alfarismo y suspendió la votación. Entonces el jefe del Gobierno provincial dio un paso al costado para que se removiera la trabazón electoral.

Todo cuanto era sólido, aquí y allá, se desvanece en el aire electoral.

Triste

El kirchnerismo pelea contra sí mismo. Su dinámica política contiene el germen de su propia antípoda. El discurso sectario y expulsivo del populismo “K” (“nosotros” vs. “los otros”) terminó volviéndolo minoritario. Claro está, disimularon esa condición con el “relato” y lo llamaron “núcleo duro”. En efecto: es un sector fiel y concentrado, pero minoritario. Tanto es así que el mencionado 2011 fue la última vez que Cristina, como líder del oficialismo, obtuvo una victoria. Perdió los comicios de medio término de 2013 siendo Presidenta; sus elegidos para sucederla fracasaron en las presidenciales de 2015; ella misma cayó en 2017 como candidata a senadora nacional por Buenos Aires. En 2019 integró la fórmula ganadora, pero como segunda de Alberto Fernández.

Es decir, hace una docena de años que Cristina exhibe una competitividad limitada: no le alcanza para ganar cuando ella encabeza la propuesta. Ahora, por caso, es la mejor candidata del peronismo para perder. Y como no quiere ratificar su condición de conductora del Frente para la Derrota habla de “proscripción”. Al mismo tiempo, aclara que no será candidata porque no quiere.

La Argentina conoce de proscripciones a lo largo del siglo XX. En el inicio de la década infame, el golpista Uriburu proscribió a la UCR como partido; y también a quienes habían sido funcionarios del depuesto Yrigoyen. En 1955, la Revolución Fusiladora que derrocó a Perón (y se autodenominó “Libertadora”) proscribió al peronismo, a sus figuras y sus símbolos. Nada de eso ocurre con Cristina. Ella es libre de ser candidata: la condena por administración fraudulenta no está firme. Nada le impide postularse, aunque los resultados de su actual gobierno probablemente le impidan ganar.

Por cierto: si el fallo queda firme algún día (y faltan años para ello), para entonces tampoco estará proscripta, sino simplemente condenada e inhabilitada para ejercer cargos públicos.

En su “Crítica de la razón pura”, Emanuel Kant puntualiza que Dios, dadas las categorías que se le adjudican (primer principio, fin último, eterno, infinito…), no es un objeto de la razón porque resulta inabarcable para ella. Es, en cambio, un objeto de la fe. Con la pretendida “proscripción” de Cristina ocurre otro tanto: no hay tal cosa en el plano de la razón jurídica, sino que sólo existe en la creencia de los “K”. Y en democracia, cada quien es libre de creer lo que se le antoje.

Solitario

A partir del dictado de la medida cautelar del pasado martes 9, que frenó los comicios del domingo 14, el PJ de Tucumán estuvo durante toda una semana boxeando contra su sombra. La Constitución de Tucumán, pálida sombra de una Carta Magna, es hija del alperovichismo y de sus hijos políticos, hoy en el Gobierno. La convención reformadora, por caso, fue presidida por el propio Manzur.

Esa Constitución “gruyere” (dadas todas las inconstitucionalidades que fulminaron sus institutos decisionistas, tiene hoy más huecos que sustancia) dice en su artículo 90 que un vicegobernador reelecto puede ser candidato a gobernador apenas concluya su mandato. Pero no dice la viceversa. El manzurismo ensayó, allí, una interpretación amplia de los derechos: si no está prohibido entonces está permitido. Pero la reelección no es un derecho: es un privilegio. Y al respecto sólo hay interpretaciones restrictivas: si la Carta Magna no específica el privilegio, entonces no se lo tiene.

Hasta los relojes descompuestos dan la hora correctamente dos veces al día. Hasta las constituciones desvencijadas interrumpen el sueño de la eternidad en el poder cada dos mandatos.

Una vez que la situación que determinaba la medida cautelar (la candidatura de Manzur, en aparente colisión con la Carta Magna) se extinguió, la Corte levantó la cautelar. Eso ocurrió el pasado martes 16. Al PJ de Tucumán le llevó un año violentar la Carta Magna. A la Corte Suprema de la Nación le tomó sólo una semana enseñarle interpretación de textos constitucionales.

En toda democracia liberal, como la que diseña la Constitución de la Nación, es requisito indispensable el imperio de la ley. Nadie puede gobernar en la Argentina por encima del derecho ni al margen de los códigos. En la Nación, así como en la provincia, los gobernantes sólo tienen el poder que la ley les confiere. Y deben observar los límites a los que las Cartas Magnas los constriñen.

En simultáneo, el pejotismo no sólo hace versar mal la ley, sino que también malversa las metafísicas trascendentales del peronismo. Nació como partido de los trabajadores; lo convirtieron en el partido de los pobres. Fue perseguido por los que se apartaban de la Constitución buscando perpetuarse en el poder; décadas después intentaron apartarse de la Constitución para perpetuarse en el poder. Los oficialistas no están obligados a querer al peronismo, pero al menos deberían respetar su historia.

Todo lo sagrado, aquí y allá, acaba por ser profanado.

Y final

Lo que queda en el tintero de los grandes movimientos políticos de la Argentina, que son el peronismo y el radicalismo, es aprender a concluir.

El radicalismo terminó con helicópteros y quiebra económica y financiera del país durante sus dos experiencias nacionales. En la provincia, tras el retorno de la democracia, jamás gobernó.

El peronismo, en tanto, culminó su primer ciclo democrático tucumano con la intervención federal de 1991. El mirandismo fue una tragedia social e institucional: los niños morían de desnutrición por decenas; los legisladores ganaban, entre dietas y gastos de bloque, mejor que Bill Clinton como presidente de EEUU; el Poder Ejecutivo intentó una reforma constitucional, que la esposa de uno de los parlamentarios denunció que se había gestado mediante el pago de “coimas”. El alperovichismo, en 2015, finalizó el período electoralmente más fructífero del PJ de Tucumán con la más escandalosa elección de la historia de Tucumán. En el país sólo se vio superado por Manuel Fresco y el fraude bonaerense de la Década Infame. Aquí, hasta la Cámara en lo Contencioso Administrativo anuló los comicios de ese año. Luego los validó la Corte provincial. Y más tarde la Corte de la Nación. ¿Ahí si era correcto y democrático el máximo estrado nacional? De tanto doble estándar, algunos cantantes del coro estable del funcionariado provincial se van a morir ahogados de literalidad…

El manzurismo ve concluir su proyecto político de manera muy diferente a la que hubiera podido. Juan Manzur es el político más trascendente de la historia reciente de esta provincia: es el primer comprovinciano que llegó a ser jefe de Gabinete del país. Fue, también, ministro de Salud de la Nación. Y gobernador y vicegobernador. Y hasta presidente de la Zicosur, con sede en la OEA. Había “cursus honorum” de sobra para un final a lo grande. Y sin embargo, terminó desplazado por una cautelar de la Corte nacional, que se anota en la historia como uno de los hechos más vergonzantes de la institucionalidad tucumana: suspendieron los comicios por un conflicto de gravedad institucional, como es la presunta inobservancia de la Carta Magna provincial.

En el orden nacional, el PJ (el kirchnerismo es su versión siglo XXI) vuelve a cerrar un ciclo democrático reñido con la Justicia y las instituciones. Carlos Saúl Menem terminó siendo encarcelado a poco de concluir su mandato. Cristina también ha sido condenada.

Todos, luego de soñarse poderosos e ilimitados, se ven forzados al final a considerar sus reales condiciones de existencia política, así como sus relaciones recíprocas (fundadas en la igualdad ante la ley), con profunda desilusión…

La democracia mantiene una deuda económica con los argentinos. Los gobernantes mantienen una deuda con la democracia: terminar a lo grande. Ocurre tanto lo primero como lo segundo porque los conflictos que nos quedan se deben a las grandezas que tanto faltan.

Cuanto menos, hay un fantasma que recorre la Argentina. Es el fantasma de la república.