Mientras se iba la tarde colgada del brutal clima de ese enero de 1814, nuestra actual ciudad de San Miguel de Tucumán, empobrecida, enlutada, en medio de todas las carencias suponibles en un teatro de operaciones bélicas, ante el ocaso de un día más, triste, lleno de añoranzas, de evocaciones hacia seres queridos, a los que nunca se volvería a ver, se recostaba contrito sobre los fértiles faldeos del Aconquija, para concluir con un día más de pesares y de angustias, y para prepararse al próximo que, lamentablemente, no auguraba nada mejor que éste que fenecía.

San Miguel de Tucumán, el gran cuartel de nuestra guerra por la independencia, la ciudad sacrificada, lo mismo que todo el actual territorio de la provincia, que debieron soportar con estoica abnegación sobre sus hombros, durante nueve duros y larguísimos años, los devenires de victorias y derrotas del Ejército del Norte, en su campaña en el Alto Perú, resignando heroicamente el sacrificio de sus hijos y de sus bienes a disposición de la causa, pero la agotada y empobrecida población ya comenzaba a sentir, hacia comienzos de 1814, la pesadez anímica característica de las ciudades desoladas, con horizontes mezquinados por una pesada realidad que se repetía día a día.

El país todo había visto llorar al norte sus desgracias, y en la medida de sus disponibilidades, incluso, había aportado también a sus hijos y a sus bienes, pero necesariamente Tucumán se había convertido en el gran cuartel, el gran hospital, la enorme caja de resonancia de los ayes lastimeros de los heridos y de los lánguidos lamentos de los deudos de los muertos. Acá se luchaba, no sólo en las trincheras, sino que también se peleaba con el tiempo, tanto en la construcción de los pesados carretones que el ejército necesitaba, como en la construcción de las casamatas de La Ciudadela, ordenadas por el general José de San Martín, o en la costura incesante de los uniformes, que siempre resultaban insuficientes, en los telares, tramando las frazadas y los ponchos, en las curtiembres y en las talabarterías, haciendo los correajes, las monturas, los arneses, cartucheras, calzados, etc, además en los Lules, en el viejo convento de San José se había instalado la fábrica de armas, de proyectiles y de armas blancas que dirigía el coronel Manuel Rivera, que luego fuera el padre del poeta Rivera Indarte.

Tucumán, Tucumán, la heroica, decían en el resto del país; tanto sería, que seguramente sensibilizada la máxima autoridad de las Provincias Unidas del Río de la Plata, por el permanente martirio en que transcurría sus días la población tucumana, esa pequeña aldea o caserío y todo su interior, que forzosamente se había agrandado en sus ánimos para poder cumplir cabalmente con las exigencias que le imponían las realidades de la guerra, el 8 de octubre de 1814, el Director Supremo Posadas, «para distinguir de algún modo al glorioso pueblo de Tucumán, que había rendido tan señalados servicios a la Patria», creó la Provincia de Tucumán, que tendría independencia de la de Salta, asignándole como jurisdicción, nuestro actual territorio y los de Santiago del Estero y Catamarca, y designando a nuestra ciudad, con carácter de capital.

Poco después, entonces, el 4 de noviembre de ese mismo año, Posadas nombraba Gobernador-Intendente de esta nueva Provincia al coronel Bernabé Aráoz, héroe de la independencia, quien prestaría juramento ante el Cabildo, el 1ro. de diciembre de 1814.

Tanto mérito le reconocería el país a nuestra provincia que, luego, en 1816, cuando se celebrara el Congreso de Tucumán, se le concedió el privilegio de estar representados por tres diputados, en vez de los dos que le correspondían de acuerdo al número supuesto de sus pobladores.

En los comienzos del siglo XIX, como sabemos, lo que actualmente comprende todo el territorio de nuestra Provincia de Tucumán, se calificaba como la ciudad de San Miguel de Tucumán y su jurisdicción de campaña. Dependía políticamente de la Provincia-Intendencia de Salta que, junto con la ciudad epónima y los territorios de Jujuy, Catamarca y Santiago del Estero, constituían una de las ocho Provincias que componían el entonces Virreinato del Río de la Plata.

Luego vendría la Revolución de Mayo, o más bien la Asonada de Mayo y todos los sucesos inmediatos posteriores comúnmente conocidos; pero, sin embargo, a nuestra ciudad, a nuestra provincia, pienso que el resto del país aún no le rindió el tributo que le debe por el enorme sacrificio de toda su población, inclusive damas, niños, ancianos, durante la dura y larga guerra de la independencia.

Desde fines de 1810 los habitantes todos de Tucumán se prepararon y San Miguel de Tucumán se constituyó en el cuartel obligado de las esperanzadas y heroicas, aunque no menos ingenuas, fuerzas patriotas, acompañándolas dignamente en sus victorias y en sus derrotas, siempre con el mismo temple, con la misma entrega y con el mismo sacrificio.

Tucumán fue quien recibió los coletazos violentos del desastre de Huáqui, de los éxodos del norte, de las desilusiones de Vilcapugio y de Ayohuma, y quien, aún en la victoria de las grandes batallas del 24 de setiembre de 1812, y del 20 de febrero de 1813, debió llorar sus propios muertos, enterrar los ajenos, lamer sus heridas y curar las extrañas, cumpliendo con su injusto y cruel destino de entonces, de dar, de servir, de entregar y de morir mil veces, si ello fuera posible.

Después vendrían las derrotas de El Tejar, Venta y Media, Sipe Sipe y tantos otros infortunios de ese ejército que cubrió de gloria nuestra campaña por la independencia, conteniendo a fuerzas superiores a costa de heroicidades supremas, que se cobraban la vida de esas valiosas juventudes inmoladas, que regaron con su sangre la actual feracidad de nuestros suelos.

Luego se pasarían los tiempos y desfilarían por nuestras calles los distintos grupos humanos, según se sucedían las distintas generaciones, se alternarían nuestros ancestros generacionales y, finalmente, jamás, hasta nuestros días, Tucumán fue debidamente reconocido por el resto del país en su sacrificio histórico, más bien diría, que todo lo contrario, porque hoy se le mide con la vara del «Debe y el Haber», pero haciendo borrón de las cuentas pasadas.

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Abel Novillo – Historiador y escritor.