A veces pienso que quienes se vuelven drogadictos comienzan a consumir la droga probándola como una aventura o como queriendo satisfacer una curiosidad: ¿qué se siente al probarla?, sin medir las consecuencias de estos actos. Porque, al probarla, esta no los suelta más, ya que, inicialmente, los efectos deben ser parecidos a los del alcohol. En mis tiempos, probábamos el alcohol y sentíamos su efecto que nos gustaba. Nos volvía monitos, leones, actores, “seductores”, hombres maduros, corajudos, tipos ideales, etc., por un momento. Y en el caso del exceso, la resaca del día siguiente nos golpeaba con dureza y nos hacía sentir pichones. En tanto que al que el alcohol lo atrapaba, luego daba lástima verlo o tratarlo. Con la droga la cosa es peor. Porque cuando uno se vuelve adicto se pierden la vergüenza y los límites, y no hay resaca sino deseo de continuar sin freno. Se transgrede todo y se es víctima de todo, especialmente de sí mismo. Uno se vuelve ladrón, asaltante, mendigo, mentiroso, impío y muchas cosas más. En la drogadicción, aparece más de bulto la falta de conocimiento de Dios y de compromiso con la vida. En esta Semana Santa, como siempre, la Iglesia viene a recordarnos algo clave: que Dios bajó del cielo, tomó forma humana, vivió y sufrió todos los dolores que sentimos los humanos, y murió para salvarnos. Para salvarnos del pecado y de la muerte eterna; para elevarnos de nuestra condición miserable y endeble, para hacernos fuertes, entre otras cosas, frente a los males tales como las enfermedades, los vicios y la muerte. Para que el hombre del que descendimos todos, el hombre de barro creado como tal según la Biblia y personificados en Adán y Eva, eleve su condición a hombre espiritual llamado a vivir junto a Dios por toda la eternidad.

Daniel Chavez                                     chavezdaniel04@gmail.com