Un empático algoritmo

Dispositivos sincronizados, pareja rota

En las últimas décadas, los avances tecnológicos nos han aportado un montón de beneficios como lo son la facilidad de acceso a la información; incluso aunque no la busquemos ni queramos…

Hace dos años, Carolina M. fue testigo de la benevolencia que tiene Google Photos. “En ese tiempo -por la pandemia- mi novio visitaba mi departamento todos los días porque tenía que hacer home office, pero su computadora le andaba mal. Por las mañanas yo le prestaba la mía y, después del mediodía, ya me tocaba ocuparla para chequear proyectos personales”, comenta la arquitecta.

Tras varios meses de rutina y algunos guiños para avanzar hacia el siguiente nivel (la dichosa convivencia) el drama apareció una noche. “Mientras estaba tonteando con la notebook apareció una notificación que indicaba que la sincronización de dispositivos había finalizado con éxito. Eso me pareció muy raro porque en mi celular nunca activaba esa función”, explica.

¿El motivo? La cuenta de Google de su novio había quedado abierta. “Al clickear el aviso me direccionó a los álbumes de fotos que estaban subidos en la nube. Había un montón de memes, imágenes de asados con amigos y descargas de WhatsApp. Todo era normal hasta que llegué a unas carpetas creadas automáticamente por la aplicación cómo sugerencia para organizar archivos”, agrega.

En ellas se repetían dos elementos: fotos de otra mujer y capturas de pantalla con mensajes eróticos. “Aunque él lo negó a muerte cada imagen traía como información la fecha exacta en que fue tomada o recibida así que pude darme cuenta cuando arrancó a engañarme”, finaliza Carolina.

Belleza traicionera

Las uñas, en el mismo edificio que su ex

La industria de la moda y belleza es bastante despiadada, no sólo por la constante transmisión de estereotipos sino también por los incesantes esfuerzos que debemos realizar para cumplir con sus estándares. Para Federico Q., eso implicaba que su novia -Gabriela- sacara turno en un spa de uñas cada 25 días. “Era fanática de la manicura y cada mes aparecía con un diseño diferente. Al margen de decirle que sus uñas estaban bonitas cuando me preguntaba o de recalcarle la fortuna y el tiempo que se gastaba, no le prestaba demasiada atención”, narra el empleado de comercio.

La situación cambió luego de un after office con sus compañeras de trabajo. “Mientras tomábamos cerveza, vi que dos colegas también tenían diseños en las uñas y por pura curiosidad nos pusimos a charlar sobre el asunto. Me explicaron como era el proceso, los nombres (para mi rarísimos) que tenía cada servicio y cosas así para desburrarme”, prosigue.

Tras 15 minutos de extensa información vino el chiste. “Che, pero entonces es una secta, no un negocio; pagan un montón de plata, van mensualmente sin falta y encima se quedan cinco horas ahí adentro”, bromeó. Su sonrisa quedó borrada apenas unos segundos después con la refutación del grupo. “¿Por qué cinco horas? Máximo a la manicurista le lleva una…”. “Resulta que al local al cual iba Gabriela quedaba en el mismo edificio que su ex, con quien jamás había perdido contacto”, resume.

Sabia naturaleza

Una urgencia terminó en una revelación

Si de dramas rutinarios se trata, Pablo A. podría ganar un premio al mejor guión. Su anécdota inicia con una búsqueda desesperada por encontrar un negocio que imprimiera un trabajo práctico para entregar al día siguiente.

“Era domingo y cómo habíamos terminado de escribirlo en la madrugada estaba al límite con la fecha de presentación. Fui y llamé por teléfono a unas cinco gráficas, pero todas estaban cerradas. En plena crisis vi que en uno de los árboles que hay a la entrada de la Facultad de Bioquímica y Farmacia había un papel que ofrecía impresiones a domicilio”, contextualiza el joven.

Lo que no sabía era que los milagros cuestan caros. “Me comuniqué con el WhatsApp que indicaba el anuncio y logré que un chico me acerque los documentos. Cuando llegó estaba tan aliviado que le agradecí enormemente y nos pusimos a conversar un rato. Charlamos sobre los estudios, el clima y otras tonteras”, recuerda.

Luego, sin querer, la conversación pasó al plano romántico. “Él dijo que su pareja estudiaba lo mismo que yo y estaba a punto de recibirse también. Curioso le pregunté el nombre de su novia y ¡sorpresa! resulta que era la chica con la cual empezaba a verme. Lo que más bronca me dio fue que aseguró estar soltera: con 27 años esas mentiras no las tolero”, afirma.

Querido Santa, gracias

Un consejo bien escuchado

Mantener una relación a distancia no resulta nada fácil, sin embargo, Lucrecia V. había logrado sortear invicta el kilometraje y cumplir tres años de noviazgo con Lucas (en ese entonces, era estudiante de ingeniería). “Al terminar la facultad, él decidió irse a vivir a Córdoba para hacer un posgrado. Cómo tengo parientes ahí decidimos reencontrarnos cada seis meses y pasar las vacaciones de invierno y las fiestas de fin de año juntos”, comenta la psicóloga.

Al llegar diciembre, Lucrecia explica que tenía la tradición familiar de llevar a sus sobrinos a ver a Papá Noel y sacarse fotos con él en un shopping. “Siempre íbamos al mismo lugar porque quedaba cerca de casa y armaban bastante bien la escenografía. Debí haber hecho eso por unos ocho años seguidos así que hasta el hombre que hacía de Santa Claus me reconocía”, agrega.

El viaje infantil al Polo Norte estaba saliendo excelente hasta que decidió aprovechar la escena para hacer una broma. “En ese momento estaba súper enamorada de Lucas y quería desesperadamente que convivamos y a futuro nos casemos; era el amor de mi vida. Estaba tan obsesionada con eso que le dije a Papá Noel que de regalo para el arbolito quería un anillo”, rememora avergonzada.

Como respuesta su pareja eligió el silencio, sin embargo, Santa no fue tan diplomático. “Escribí ese deseo en un papel y lo puse en el buzón con las cartas de los niños. Antes de despedirnos él se acercó y me aconsejó que deje a mi novio porque lo había visto la semana pasada con otra chica (muy amorosos) haciendo fila. Fue de no creer”, lamenta. Navidad es una época propicia para transmitir cariño y fraternidad, pero, si alguien se llega a portar mal, mejor que el Grinch le de carbón.