Lo conocí en su etapa dorada. Una tarde en que un primo me hizo escuchar un casete TDK que tenía grabada la voz de un señor que llamaba por teléfono a otro, minutos antes del inicio de la final del Mundial 86. Le decía que estaba haciendo una encuesta y que le interesaba conocer su opinión sobre el resultado del partido. Su interlocutor le contestaba que el partido no había empezado y el falso encuestador replicaba que lo que iba a ver él –por un problema con el satélite- era una transmisión en diferido, que el partido ya se había jugado y que Argentina había ganado con dos goles de Cucciufo. “Pero no me diga, me quiero morir”, decía la víctima de la broma. Lo que seguía era una conversación desopilante.

Luego escuché una llamada al encargado de un garaje, en la que un falso periodista de Trululú, “una revista con papel ilustración impresa del lado de canto”, le preguntaba qué opinaba del “caso Monzón”. Otros en los que increpaba a un odontólogo por una dentadura que se le caía a un primo suyo, a un vendedor de un Buda porque a partir de su compra todo salía mal y a un plomero que hizo un “trabajo inseguro” por el que si se abre la canilla de la cocina sale agua en la del baño.

La voz de las grabaciones era engolada, aparentemente de un hombre mayor, quien trataba al otro de usted. Con un lenguaje cuidado y gentil, planteaba un reclamo con una referencia absurda y alguna palabra poco común o anacrónica –trapisonda, talabartero, batifondo, tejemaneje-. De pronto colaba un insulto en la conversación. La disonancia entre la formalidad del discurso con la palabra grosera generaba confusión del otro lado de la línea. Al repetirse, se iniciaba una discusión que se alargaba insólitamente.

Las bromas telefónicas generaban un efecto adictivo en los oyentes de las grabaciones. No podíamos dejar de escucharlas hasta memorizarlas, admirados por la capacidad de improvisar y desconcertar, el surrealismo de varios de sus pasajes y la captura de rasgos típicos de la argentinidad. A veces Tangalanga era un vengador anónimo contra chantas. Otras, un provocador gratuito de personas con pocas pulgas. Sobre todo fascinaba la irreverencia en un terreno –el de la comunicación telefónica- reservado, en esa época, para asuntos relativamente serios. El teléfono era un artefacto codiciado en una casa o en un negocio (un departamento o un local con teléfono valía más que otro sin él).

Se repetía un mecanismo en las llamadas de Tangalanga. Repentinamente deslizaba un agravio y luego había una réplica del agraviado. Allí Tangalanga volvía sobre sus pasos. “Escuchemé, lo he tratado con mucho respeto pero usted me ha dicho algunas palabras subidas de tono”. El interlocutor se desorientaba y le reclamaba que había sido ofendido previamente. Y allí Tangalanga volvía con otro insulto que desataba la ira de la víctima. “¿Pero por qué no venís a decírmelo en la cara? ¿Quién sos?”

Las víctimas de las bromas no sabían quién era el que llamaba y tampoco los oyentes de sus casetes. Usaba diversos nombres falsos: Raúl Tarufetti, Gandolfi, Rigatuzzo, Fiorito, licenciado Varela. Tampoco sabíamos que en ese entonces éramos decenas de miles los que participábamos de un fenómeno pionero de la viralización de contenidos. Los audios no se vendían. Se copiaban, de manera casera, en equipos de música con doble casetera; pasaban de mano en mano y se escuchaban de manera clandestina.

Eran los años 80, un mundo sin celulares, preinternet. Con guías telefónicas, sin detectores de llamada, con comunicaciones con costo, con gente que en su memoria almacenaba números telefónicos, con rituales hoy en vías de extinción. ¿Quién habla hoy por teléfono? Martín Kohan dedica su último libro, ¿Hola?, a reflexionar sobre el desuso de las llamadas telefónicas. Llamamos teléfono a un aparato que hace muchas cosas –el celular- pero que pocos usan para hablar. Intercambiamos audios y mensajes de texto: instrucciones, emojis, links, saludos, preguntas, invitaciones, a veces largos monólogos catárticos. Pero casi todos hemos perdido la costumbre del diálogo telefónico sincrónico, la conversación. Kohan dedica en su libro un capítulo a Tangalanga, a quien define como “el maestro por excelencia del arte de la retención oral”. Sus víctimas, en efecto, no podían cortar.

En los 90, a través de la televisión, conocimos su imagen, cubierta detrás de una gorra, una barba y un bigote falsos. Jorge Guinzburg lo llevó a su programa. Después, Alfredo Casero a Cha Cha Cha y luego Susana Giménez (nos enteraríamos más tarde que Tangalanga –cuando trabajaba en Palmolive- había iniciado la carrera de Susana eligiéndola para su primera propaganda). Los casetes de Tangalanga comenzaron a comercializarse y vendió un cuarto de millón de copias. Más tarde hizo shows en teatros con llamados en vivo y giras en el exterior. No hace mucho pudimos, finalmente, ponerle nombre, cara y una historia al personaje.

A fines de enero de este año se estrenó la película “El método Tangalanga”, dirigida por Mateo Bendesky y protagonizada por Martín Piroyansky. Con ciertas licencias, cuenta los comienzos de Julio Victorio de Rissio –el nombre real del humorista-. Las bromas nacieron para hacer reír a un amigo con una enfermedad terminal. El amigo le había contado que un veterinario había pretendido cobrarle muy caro por atender a su mascota. “Lo llamo porque un amigo le llevó un canario y usted le dijo que tenía ictericia”. La llamada al veterinario, en 1958, fue la primera de muchas. Allí comenzó todo. Logró divertir a su amigo hasta el final. Cuando murió, De Rissio dejó de hacer las cargadas telefónicas.

En 1980, en cama con una hepatitis, volvió a las andadas. Las llamadas de esos años gestaron el fenómeno Tangalanga. Son las que sus seguidores consideran clásicas. Algunas de sus frases se convirtieron en contraseñas del fanatismo compartido: “vení a buscarme, Malabia 1614, segundo patio, preguntar por Tito”; “el taxi con el que llevaron a mi tía era una porquería: lo único que no hacía ruido era la bocina“; “mi sobrino es tartamudo pero se le nota únicamente cuando habla”; “yo se lo pago en ocho años, pero en ocho años que pasan rápido”; “el techo que usted hizo quedó tan mal que cuando llueve salimos al patio”.

Nacido en 1916, De Rissio trabajó en Palmolive y Odol. Ya jubilado, empezó a realizar shows y siguió hasta 2010, con 94 años. Se estima que hizo unos 3.000 llamados. Su matrimonio con Nora Tiscar duró 72 años. Murió en 2013.

Resulta extemporáneo juzgar a Tangalanga con cánones del presente. Sus llamadas no pasarían hoy elementales filtros de corrección política. Había víctimas sin caras ni apellidos, fuera del alcance del escrache. Pero eran personas que pasaban un mal momento. Diego Recalde, uno de sus fanáticos, dirigió cinco películas dedicadas a entrevistar a las víctimas telefónicas de Tangalanga. Les puso rostros y testimonios a las voces del otro lado de la línea. Los convenció de que habían sido partícipes esenciales de hechos artísticos notables y perdurables. “Tangalanga mezcló el lenguaje elegante con la grosería y creó un idioma único que solamente él pudo hablar”, plantea Recalde.

De manera anónima, De Rissio con sus bromas hizo reír primero a un puñado de amigos, luego a miles y finalmente a millones. También se transformó en un ejemplo práctico de la “defensa de las malas palabras” que Roberto Fontanarrosa expuso en el Congreso de la Lengua de Rosario en 2004. Pocos como Tangalanga las usaron con tanto ingenio y humor.

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