Quince minutos es muy poco. Nada para un equipo que aspira a ganar la Champions. Pues bien, ese es el lapso que le dedicó París Saint Germain al partido con Bayern Munich. La recta final, un rush, el epílogo de un juego dominado por los alemanes en el Parque de los Príncipes. Y durante esos tardíos instantes de furia PSG hasta pudo empatar. Habría sido injusto, sí, pero inapelable. No fue posible porque a Mbappé le anularon un gol por culpa de un off-side insignificante de Nuno Mendes en la acción previa, porque el arquero Sommer puso la cara para tapar un mano a mano y porque a Messi un defensor le frustró el grito gracias a un cierre milagroso.
Esa foto del cierre del partido es engañosa. Bayern dejó en claro durante 80’ que las estrellas de PSG siguen encapsuladas en galaxias diferentes y que el técnico Galtier manda a la cancha un equipo deshilachado, carente de un patrón de juego reconocible. PSG es un mosaico de voluntades dispersas que la está pasando mal desde el nacimiento de 2023 y ayer fue víctima de la feroz disciplina bávara. Bayern lo ahogó, le quitó la pelota y lo encerró en su cancha, pero se quedó corto con el 1-0 y puede lamentarlo. Para la vuelta de octavos de final -el 8 de marzo- falta bastante.
¿Y qué hay de Messi? El desconcierto del equipo lo arrastra, levanta la cabeza intentando detectar a Neymar y el brasileño se equivoca casi siempre. Es su peor versión en mucho tiempo. Hubo que aguardar al segundo tiempo, al ingreso de Mbappé, para que PSG encendiera la llama ofensiva. Mientras, Messi retrocede para intentar armar juego, toca corto y va, ambiciona tirar paredes que jamás se materializan, pica una y otra vez rumbo al área rival. La pelota no siempre le llega y, por lo general, viene sucia. Todo eso con dos o tres alemanes apretándolo, sometido a un rigor físico extremo. Es un Messi desafiado, obligado a una terrenalidad desacostumbrada que lo lleva a perder la pelota, a tropezar, a estrellar un tiro libre en la barrera. Es un Messi notoriamente incómodo por todo lo que sucede a su alrededor, metáfora que se extiende afuera de la cancha.
Muy poco, casi nada para un equipo obsesionado con ganar la Champions. Ese es el PSG que durante el primer tiempo no pateó al arco de Bayern Munich. Nagelsmann, el DT visitante, ganó una batalla táctica clave. Sabedor de la trascendencia de Hakimi y de sus cabalgatas por la banda derecha, anuló esa pieza decisiva de PSG ubicando a Kingsley Coman de wing izquierdo. El francés, astilla del palo francés que acostumbra a hacer sangrar a su ex equipo, torturó a Hakimi con sus gambetas y lo asfixió al punto de que Galtier lo reemplazó en el complemento. Y hubo más de Coman, porque marcó el gol conectando a la perfección un envío de Alphonso Davies. La pelota se le escurrió bajo el cuerpo a Donnaruma, único error achacable al arquero de PSG, que por lo demás regaló un par de excelentes atajadas.
La dupla de centrales Sergio Ramos-Marquinhos fue lo mejor del anfitrión y eso lo dice todo. Los alemanes, conducidos por el capitán Kimmich y con destellos del talentoso Musiala, marcaron el compás del juego. Hasta que en los 10 minutos finales PSG se sacudió el sopor, en buena medida acicateado por Mbappé, y le puso pimienta al partido. Necesitará infinitamente más de eso para dar vuelta la historia en Munich. La tiene muy difícil.