Por José María Posse - Abogado, historiador y escritor.
Corría el mes de junio de 1887; en octubre del año anterior don José Posse había escrito proféticamente a su amigo Domingo Faustino Sarmiento: “Tengo noticias de que está resuelta la caída violenta del nuevo gobierno de Tucumán... Los Juaristas con la protección del presidente... van a deshacer el Gobierno”, en referencia a los seguidores del presidente Miguel Juárez Celman.
Un estudiado embate
El ataque de los juaristas comenzó de manera violenta desde la prensa. El 24 de mayo de 1887, el correo distribuyó, bajo sobre, un pasquín denominado “La Porra”, en el que se injuriaba groseramente al Gobernador y a sus partidarios. Junto al logotipo se leía en grandes letras: “Es prohibida su lectura a las señoras, niñas y jóvenes imberbes”.
Las averiguaciones oficiales establecieron que la impresión era obra de los talleres del periódico “El Deber”, de Silvano Bores, quien fue arrestado de inmediato. Desafiante, Bores asumió toda la responsabilidad y, no conforme con ello, prometió reproducir el texto en “El Deber” del domingo 31 de ese mes, como lo hizo. Ese día, toda la tirada fue confiscada por la Policía, que volvió a arrestar a Bores.
Con esta táctica, el grupo opositor había conseguido hacer perder la mesura al Gobierno, que comenzó a endurecerse dictando una serie de medidas, del tipo de las que prescribía la autorización previa para realizar manifestaciones.
Llevado el asunto al Congreso de la Nación, el Juarismo acusó al Gobierno de Posse de haber violado las libertades individuales en la provincia. El diputado Delfín Gallo respondió negando esa afirmación, a la vez que denunció el ataque sistemático que el partido gobernante estaba dirigiendo contra la administración de Tucumán.
Con toda ironía, Gallo aseguraba estar tranquilo. No dudaba que el gobierno federal defendería a las autoridades provinciales, pero recordaba que “Tucumán es la única provincia en que se hallan dos fracciones en lucha; de un lado los jefes de la Administración Nacional, que hacen uso de todas las influencias que el poder les da para las cuestiones locales; y se encuentra del otro lado la situación provincial, que necesita defenderse.”
El veedor enemigo
Finalmente Juárez Celman dispuso el envío de un veedor a Tucumán. El cargo recayó sobre el doctor Salustiano Zavalía (cordobés, de origen tucumano), quien, ni bien llegado, se dedicó a intrigar contra el grupo oficialista provincial.
Después de una breve visita protocolar a don Juan Posse, se entrevistó con uno de los miembros más prominentes de la familia, el ex diputado nacional Emidio Posse, pero el diálogo terminó airadamente ya que les exigía la entrega de los principales Ministerios a los revolucionarios. Pero, jugados como estaban a esas alturas, los oficialistas no aceptaron el arreglo, y todo quedó roto.
El ataque
El 12 de junio de 1887, tropas del 4º de Infantería de Línea de la Policía de Córdoba (quienes respondían a Marcos Juárez, el hermano del presidente), llegaron en tren a la estación Ferroviaria de Tucumán. Allí estaban esperando grupos de peones del juarista Clodomiro Hilleret, fuertemente armados desde la madrugada. Al frente de las tropas venía el cabecilla rebelde Lídoro Quinteros, quien les ordenó marchar a paso rápido por calle 24 de setiembre, rumbo a la plaza principal. La consigna era desalojar violentamente a Posse del Gobierno de Tucumán.
El Ministro de Gobierno, doctor Ignacio Colombres, desde su casa vio el contingente armado y de inmediato supo lo que estaba sucediendo. Rápidamente se dirigió hasta el Cabildo y convocó a la guardia, mientras las fuerzas invasoras ya se hallaban al frente de la Iglesia Catedral. En ese momento, la Policía y la milicia provincial estaban rindiendo honores en una misa cantada donde se encontraba el propio Gobernador.
De pronto los cerrojos de las armas se destrabaron y una seca descarga fusiló el interior del templo donde se encontraban mujeres, algunas con bebes en su brazos, ancianos y niños inocentes. Sin miramientos, de la manera más cobarde y traicionera, los revolucionarios ingresaron, abriéndose paso a balazos. El tumulto resultó pavoroso.
En medio de la balacera, la gente trataba de llegar a las salidas laterales, mientras los sorprendidos soldados intentaban repeler el ataque. Al fin la Iglesia fue desalojada y tomada su torre a un alto costo de vidas. Aún en la actualidad pueden observarse rastros de los balazos en el interior del templo.
Una heroica defensa
Entretanto, el doctor Colombres, desde el Cabildo, en un desesperado intento de defensa, contestaba el fuego con un grupo de guardias, a los que se habían sumado algunos cívicos de la ciudad que pudieron llegar.
Pero los insurgentes, validos de la sorpresa de su ataque, habían apostado tiradores en los lugares estratégicos de la plaza, y desde allí barrían todo lo que estaba en su campo de fuego.
Parapetados, así, en los techos de las casas circundantes o tras los árboles y bancas de la plaza, tirotearon -todo ese día y la mañana del siguiente- a los heroicos defensores del Cabildo.
Simultáneamente por las calles se movilizaban organizados partidarios de los atacantes, que hacían imposible la llegada de ayuda a los atacados. El olor acre de la pólvora invadía todo: cuando se callaban los fusiles, se escuchaba el lamento de los heridos que suplicaban ser atendidos.
Telegrama desesperado
Mientras, el gobernador Posse, quien milagrosamente había escapado con vida del ataque, denunciaba la asonada al Congreso de la Nación, y por telegrama solicitaba la intervención federal:
“Al Honorable Congreso de la Nación: Tengo el pesar de distraer la atención del Honorable Congreso, solicitando intervención en esta desgraciada provincia, tan digna de consideraciones por sus propios hijos, como de ser respetada su autonomía por los empleados de la Nación. Hoy a las 8 A.M. fue asaltado el Cabildo por fuerzas Nacionales, encabezadas por Lídoro Quinteros, jefe del Ferrocaril Central Norte; el Administrador de Correos, don Eudoro Vázquez; el constructor de las obras de prolongación, don Simón Posse, el jefe de las oficinas Telegráficas, don Marcial Cuello, y otros empleados de menor jerarquía en estas oficinas Nacionales. Al dirigirme al cuerpo Colegial más alto del país, llamando la atención sobre los sucesos de Tucumán, lo hago en virtud solamente de la gravedad que el hecho inviste, por ser empleados Nacionales los principales actores de este suceso, poniendo por consiguiente en pugna los intereses exclusivos de esta provincia con los de la Nación”.
Luego de remitir su comunicación Posse se dirigió a la casa donde se hallaba alojado el comisionado nacional Zavalía, quien de inmediato hizo llamar al piquete de enganchados de la Guardia Nacional, para proporcionar seguridad al Gobernador. Zavalía propuso mediar para una tregua, a lo que Posse accedió. Al tiempo, se presentó Silvano Bores en representación del bando insurrecto, esgrimiendo una serie de propuestas inadmisibles para el Gobernador, quien desestimó todo arreglo en esas condiciones.
Esa medianoche, Zavalía vino invocando una nueva orden del Presidente de la República. Informó a Posse que debía hacer retirar el piquete y que, por lo tanto, no podría hacer garantizar la vida del Gobernador de Tucumán.
Juan Posse preguntó entonces a Zavalía qué debía hacer ante esa situación, y el comisionado guardó silencio. Don Emidio Posse, que se hallaba presente, exclamó indignado: “Salgamos a la calle, a que nos maten y se retiraron del lugar”.
La amarga rendición
Alrededor de las 10 de la mañana cesó la resistencia del Cabildo; ya sin municiones ni alimentos, los defensores entendieron que no podían sostenerse. Extenuado, el ministro Ignacio Colombres entregó el edificio, Manchado de pólvora, con la ropa hecha jirones y enfermo, marchó a su casa para morir pocos días después, de una dolencia que la agotadora jornada precipitó inconteniblemente. El saldo fue de 60 muertos (según el historiador Manuel García Soriano la cifra sobrepasaba el centenar) y más de 200 heridos de distinta consideración.
Según el relato de Delfín Gallo en el Congreso: “El Gobernador Posse resistió (en su domicilio) con Pedro Sal y un sirviente, por cerca de media hora, al cabo de cuyo tiempo los revolucionarios han hecho pedazos escritorios, mesas, aparadores, bibliotecas, sillas, caja de hierro y todo lo que encontraban a su paso. Luego con miel que había en la despensa, regaron hasta las alfombras...”.
Los desbordes de los vencedores fueron escandalosos, violentando y asaltando a muchas casas y empastando la imprenta del diario El Orden.
Nueva fuerza política
El pecado del presidente Juárez Celman no sólo fue el haber promovido y tolerado la revolución armada y el derrocamiento del legítimo gobierno de Tucumán, sino también haber aplaudido que el líder revolucionario Lídoro Quinteros, se hiciera ungir gobernador de la Provincia. Todo ello terminó por colmar la paciencia de su concuñado Julio Argentino Roca, quién terminó rompiendo relaciones con Juárez Celman.
La reacción opositora no tardó en agruparse en un nuevo partido político, que se opondría al unicato Juarista. La Unión Cívica Radical nacería enfrentada al juarismo. Entre sus fundadores y principales sostenedores, estuvo al ex gobernador Juan Posse (junto al joven Marcelo T. de Alvear, Leandro N. Alem y Délfor del Valle, entre otros), quien continuó dando pelea política hasta el día de su fallecimiento. Su memoria ha quedado como símbolo de resistencia de las autonomías provinciales, ante el avasallamiento nacional.
Del cancionero popular de esos días, han llegado a nosotros algunas estrofas que recuerdan aquel acontecimiento: “Levante don Juan, que las ocho son,/y ya viene Quinteros, con su batallón/ Déjalo que venga; déjalo venir,/ que a fuerza de bala lo he de hacer rendir...”.
Por su parte, ya en el Gobierno, Lídoro Quinteros -con el apoyo nacional- se encargó de premiar con créditos blandos del Banco Nacional a los industriales que lo respaldaron, y él mismo compró parte del Ingenio Concepción, además de hacer bautizar un pueblo con su nombre.
Fuente: Fragmento del libro “El espíritu de un clan”. José María Posse. Editorial Sudamericana 1993.