Con Agustín había charlado la noche anterior a la final. Estaba preocupado, la FIFA no habilitaba el resale de tickets y no quería caer en la nebulosa de la cruel oferta de la reventa. No se trataba solo de él, sino de su papá y mamá también.

En el café de un bar en la zona del DECC charlamos acerca de las opciones posibles: “voy a tantear precios y esperaré hasta el final”, eso dijo cuando al menos había conseguido un ticket en el mercado negro. “Aunque sea, que uno de mis viejos entre”, no quería notar desesperado Agustín pero lo estaba.

Hablamos de cifras realmente locas en la reventa. Escuché a un vendedor cobrar U$S 4.000 por una entrada cuyo precio oficial fue de U$S 650. Era ley de oferta y demanda, pero también una especie de ley de la Selva. “Muchachos, si nos paramos todos juntos y no les compramos, seguro van a bajar los precios”, ese fue el mensaje repetido en la mayoría de los grupos de Whatsapp de los hinchas argentinos acá en Qatar. La kryptonita de tal idea fue que los revendedores continuaron vendiendo a la gente que llegó sobre la hora a Qatar y dispuesta a pagar lo que sea.

Entrada la noche del sábado, casi medianoche del domingo, Agustín había desembolsado U$S 2.500 por una entrada. “No me quedaba otra”. Aunque suene ridículo, Agustín casi que compró un boleto para la segunda bandeja del estadio de Lusail a precio de ganga. Facundo, tucumano él, y sus amigos pagaron U$S 3.000 por la misma ubicación. ¿Ven? La ley de la selva de la reventa.

El domingo ni les cuento lo que fue. Los que hicieron fuerza por no comprar se hundieron en la desesperanza: 1) no tenían el dinero suficiente ni para conversar al respecto; 2) La FIFA jamás sacó en resale nada, porque todo estaba vendido: 3) Y había una opción peligrosa, intentar colarse. “Te invito a mi primer salto de molinetes”, creo que al haber leído la invitación real fue como un flash.

Resultaba increíble pensar que alguien lo iba a intentar. No tengo confirmado el nombre, pero en el grupo de Whatsapp del Barwa, el más argentino de los barrios fuera del país, condecoraron a un ciudadano X de la zona porque sí logró sortear la muralla de policías, los controles de Hayya y hasta los militares vestidos en theba y subidos con sus ametralladoras a los camellos.

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Faltaban menos de dos horas para el comienzo del partido. Lusail, en estado puro, no llegaba al 60% de su capacidad. Era cierto que para el partido había tiempo, pero antes había que darle curso a la ceremonia inaugural, realmente excelente. Agustín se la perdió, obvio, necesitaba dos tickets más y no podía encontrarlos por ningún lado.

A este tipo de incidencias podemos describirlas como una partida de póker: hay que saber jugar con o sin cartas y con la cara de tu contrincante. Por caso, los experimentados supieron exprimir la naranja de la reventa hasta el cierre; los menos jugaron al quedo, y los nuevos en el asunto casi que salieron hechos.

Sabiendo eso, les concedo tres casos distintos, todos con final feliz, aunque con bolsillos más flacos. Vamos de más a menos.

Juan Pablo, el notario francés que vive en México, fue algo así como Papá Noel para un amigo suyo que trabaja en una cadena de deportes internacional y que no tenía ticket para ingresar a la final. Le cedió el ticket a uno de sus hijos que no vino al viaje por el precio que pagó, es decir el oficial. Golazo.

Francisco, que vive en Barcelona, compró en la estación de metro de Lusail faltando una hora, a U$S 2.000. “Era eso o mirarlo en alguna pantalla gigante”.

Y Agustín, que necesitaba dos tickets más, entró casi con los jugadores a la cancha. Su negocio fue comprar dos plateas a U$S 1.500. “Lo vi nervioso al revendedor y aproveché”. Fue un negocio redondo para Agustín, porque pagó apenas U$S 200 del valor real de las plateas y pudo ver la final más atrapante de la historia de los mundiales y festejarla con todo, porque la ganamos nosotros y su economía.