Resulta que la soledad y el aislamiento social conforman un fenómeno grave y creciente en estas sociedades; pero es, sobre todo, un fenómeno inevitable. Y lo es en la medida en que deriva, no de una situación concreta que pudiera corregirse, sino de todo un sistema político, institucional y económico: eso que, en conjunto, llamamos cultura occidental capitalista, que es la cultura de la productividad, la eficiencia y el consumo llevados al extremo de sus posibilidades. Cambiarla resultaría, si no imposible, sumamente traumático y, tal vez, como muchos remedios, peor que la enfermedad. A esa conclusión han llegado los expertos que idearon los Ministerios de la Soledad. Y es así porque crear semejantes estructuras burocráticas es dar por hecho que su asunto se prolongará indefinidamente en el tiempo, que deberemos convivir con él y, como mucho, gestionar sus consecuencias. Un ministerio es la formulación burocrática de la impotencia y la resignación.

Ancianos que mueren solos en sus departamentos y son descubiertos mucho tiempo después por los servicios sociales, como ocurre a menudo en los países más desarrollados. Muertos solitarios y anónimos que siguen cobrando sus pensiones y pagando sus cuentas por débito automático en una sobrevida virtual tan eficiente como espeluznante. O el caso de los adolescentes japoneses, conocidos como hikikomori, que se recluyen patológicamente en sus cuartos en un estado de total aislamiento, incluso de su propia familia. Es la epidemia de la soledad, que no distingue edades. A diferencia de los clásicos de la ciencia ficción, que temieron del futuro sistemas colectivistas totalitarios, la amenaza presente no es la del gregarismo sino de la atomización. Avanzamos hacia una distopía inevitable de solitarios, aislados y suicidas.

Aristóteles advertía que el hombre es siempre un animal de la polis, alguien que por naturaleza necesita de la convivencia con el prójimo, de las relaciones sociales. En este sentido, la epidemia de soledad que tenemos en puerta, la tétrica perspectiva de una sociedad deshumanizada, vaciada de la esencial vinculación entre sus miembros, supondría, quizá, el apocalipsis de la especie. Pero nosotros, compatriotas, podemos evitarlo.

Los argentinos nos creemos inmunes a estos males del desarrollo por el simple hecho de ser pasionales y efusivos, porque comíamos asado y nos gusta el fútbol, y nos abrazamos sudorosos por cualquier motivo. Porque llevamos, en definitiva, la amistad a flor de piel, y conformamos un imponente reservorio mundial de la sociabilidad, el oro intangible que reclamará el futuro. Y es posible que tengamos razón en esto; que al final esa parte salvaje nuestra nos redima, y sea el bien más valioso que podamos aportar a la humanidad, para salvar a la civilización con nuestra barbarie.

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Juan Angel Cabaleiro - Escritor.