La primera parte del día se fue tan rápido como el sol en Doha: amanecimos con Guillo a la hora de siempre, desayunamos a las apuradas, nos fuimos a la conferencia de prensa argentina, almorzamos a las apuradas la mejor hamburguesa con queso y panceta de Qatar 2022 y dividimos las aguas, justo cuando una brisa de 22 grados no acomoda el sudor de una jornada agitada. Vértigo es nuestro segundo nombre en este Mundial.

Chequeo si la batería del cel y de la compu están en orden, armo la mochila que me regalaron en el museo de Arte Islámico y voy por hacia donde más tiempo hemos pasado desde nuestro arribo al emirato: el metro.

Al cruzar la línea de protección de la policía en el media center veo al policía que hasta hace tres días era mi peor enemigo. Les cuento rápido: en el típico control de rutina para ingresar al Centro Nacional de Convenciones de Qatar, el poli me increpa de una manera poco frecuente, casi violenta. “Dame el celular ya mismo, no podés hacer eso”, ¿qué? ¿Perdón?

Sucede que el hombre creyó que había filmando el acceso al predio, cosa que está prohibido. “Conozco las reglas, usted debería ser más respetuoso”, le respondo un tanto molesto. “Yo soy la Policía, hago lo que quiero”, por supuesto que me agarró el celular, husmeó en mi biblioteca de fotos y en el basurero hasta darse cuenta de que no había hecho nada de lo que creyó. “Unas disculpas no estarían mal”, ni ahí.

Les soy honesto, me enojé y pedí hablar con su superior. Lo único que me preocupaba en ese momento era mi alma contra 15 policías que me rodearon y arrinconaron hasta caer sentado en una silla blanca.

Hubo final feliz. Hablé con el jefe y cruzamos manos con quien ahora me dice “bro”. Ya fue. A veces las formas no son las adecuadas pero todo quedó en una buena vibra. Eso sí, cada vez que paso, le amago que estoy filmando.

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Pasadas las 19 llegó al Zoco. El banderazo de los hinchas argentinos se cocina a fuego intenso, pensando en lo que será el paso a cuartos de final mañana. “Cueste lo que cueste”, piden los muchachos en el corazón del mercado qatarí. Y desde la Selección ya les habían agradecido por esa devoción que les regalan día a día y partido a partida. No hay país más colonizador que Argentina en los mundiales.

Uno de los tantos trapos que me llama la atención es uno con la imagen del Diego del ‘86 estirando su mano derecha hacia el sol de nuestra bandera nacional mientras leo lo mira, como queriendo acompañarlo. “Sueño verlo campeón, como a Diego en México”, me dice Juan, que vino con tres amigos más.

Le pregunto por la bandera y sobre quién tuvo la idea de hacerla así. Me sorprendo. “Fue Belén, mi esposa”, apa. Cuando me dice eso, asumo que ella está acá con él y no en Canning, Provincia de Buenos Aires. “No, no, se quedó en Buenos Aires, me dejó venir”, grosa. “Le voy a hacer un buen regalo”, más te vale.

“Y ya lo ve, y ya lo ve, es el quiero de Lionel”... Vamos Argentina, sí señor. Juan sostiene la bandera con el orgullo de un padre que ve desde el palco del teatro la actuación consagratoria de su hijo o hija. “Este es mi segundo Mundial, estuve en Brasil, espero que el final sea mejor que allá”, ojalá hermano.

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Si tomamos el camino del sincericidio, para nuestros ojos qataríes ya no es novedad ver simpatizantes de otros países vistiendo la camiseta argentina. Sin embargo, uno en particular me llama la atención. Viste una de las últimas ediciones de la camiseta de las tres tiras pero está tuneada con detalles de Diego Armando. “D10S”, se lee en el pecho en dorado. “Sí, amigo, soy un gran fanático de Maradona”, así se presenta ante la cámara de mi celular. Ahmad es de Omán, una tierra dotada de ríos, desiertos y costas ubicadas en el mar Arábigo y en su propio golfo, el Golfo de Omán.

Ahmed tiene 32 años, pero desde los 4 su padre comenzó a contarle sobre las hazañas de Diego. “Siempre me cuenta acerca de la Copa del ‘94 y sobre lo que hizo en el equipo nacional y en Napoli, de Italia, donde sé que es un dios. Hoy creo que Diego está en cielo y que desde ahí nos cuida a los argentinos”, ustedes verán, argentina trasciende fronteras y Ahmad ya es más criollo que el Obelisco.

Lo raro sucedió después.

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Sigo viaje porque tengo pensado ver los partidos de Brasil con Camerún y de Serbia con Suiza en un bar irlandés. No sé por qué iré ahí pero para probar qué onda. justo cuando bajo en la estación del DECC veo una farmacia y freno, debo reponer los medicamentos que me dieron para espantar el resfrío que no me deja en paz.

Voy en segundo turno. Ahora me toca a mí.

Hablo con la farmacéutica, le digo lo que tengo, lo que los 'docs' me recomendaron y lo que debería tomar. Ella me da una caja con 72 pastillas. “Estas son, señor”, ufa, un montón. En esa, quien estuvo en primer turno hace un stop antes de salir del local y me dice: “yo compré lo mismo pero necesito dos pastillas nomás. ¿Quieres las otras?”, en un rato sabré que ese ángel de la guarda se llama Saleh, que es de Arabia Saudita; que se reirá de mí por habernos ganado y que luego me dirá que hoy es más argentino que nunca. “Quiero que Messi gane el Mundial”.