Con un resfrío a cuestas, una caja enorme de pañuelitos descartables y muchas ganas inicié la peregrinación. Varias horas antes de vernos las caras con los polacos abrí mi agenda, chequeando un par de datos y marcando con la birome mis pasos a seguir.

Como ya es una costumbre de mi vida qatarí, desciendo hasta las entrañas del metro dorado y me dirijo a la última estación con destino final el estadio 947, donde a la noche jugó la Selección. Me voy a la siesta porque la idea es llegar hasta el hangar donde está el Tango D10s, conocer el Maradona Fan Fest y escuchar un toque a los Totoras en un atardecer pleno de melancolía porque en un rato veré a un Diego interactivo que nos responde preguntas. Eso sí que es fuerte, mirarlo en pantalla grande en formato Mundial 86, la misma cara, el mismo semblante, los mismos gestos, el mismo apuro y la poca paciencia. Es él, no caben dudas.

Ustedes creerán que hice todo bien, pues no, el flyer de invitación era un tanto confuso, a partir de decir “a 5 minutos del estadio 947”. Negativo, base, 13 kilómetros lo separaban del próximamente desaparecido teatro desmontable.

Y si el flyer se equivocó, Leonardo también. Al salir por la puerta de la estación Ras Abu Aboud, subir la escalera mecánica y mirar de fondo el escenario hecho por containers y materiales desmontables, consulto hacia dónde debo apuntar para cubrir los famosos “5 minutos de distancia del 947”.

“No sir, go back to National Museum Station and take 316 bus”. ¿Hola? Bueno, volver a empezar: regresar a la estación del Museo Nacional de Qatar y tomar la línea 316. Clarito, no había 5 minutos de distancia de la cancha ni a palos. No importa, prosigamos. Queremos ver a Diego, ¿No?

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El bondi se colapsa de camisetas argentinas. El único no integrante de la legión celeste y blanca es un muchacho de procedencia internacional, con rasgos de la India. Tiene pinta de programador de PC, ingeniero en sistemas o algo así. La lapicera apostada en el bolsillo de su chomba sport medio que nos induce a pensar que le acertamos a su profesión.

Incómodo, porque no sabe cómo reaccionar, el internacional se pega a mi lado, como si fuera mi hermano siamés. Me sonríe y con la mirada me consulta si él puede saltar también. “Nada ni nadie lo detiene; déle nomás”.

Algo temeroso, se une a la fiesta, levantando apenas su brazo derecho e intentando esbozar un “¡Vamos, Argentina!”. Lo dice, sí, pero para sus adentros. Unas cinco cuadras después, toca el timbre y se baja por la puerta delantera del bondi; ni loco se iba a meter en el ojo de la tormenta nacional.

Quiero que sepan que lo raro comenzó después…

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Antes de subirme y estando en movimiento, le consulté al chofer si esta unidad era la 316 y si nos iba a llevar hacia el hangar de Diego. Me miró con cara de testigo falso y dijo que sí. Mmmm. Los del fondo ya dudaban de su buena fe; entonces volví a preguntarle qué onda. Entonces me pidió el celular, que le muestre el flyer y pensó, mano en su barbilla. Los segundos fueron horas. “Sí, sí, vamos para ahí ahora”, menos mal.

El tema comienza a ponerse medio oscuro. Damos una vuelta manzana, encaramos la ruta y casi que nos vamos de Doha. De hecho, saludamos por la ventana al 947 y después lo perdemos de vista. Cruzamos lo que es una ruta medio vacía y nos damos con dos accesos, de lo que será el segundo aeropuerto de Doha o algo similar. El de Hamad, seguro no es. Pero sí tiene pista de despegue, segurísimo. El hombrecito nos señala con su dedo índice izquierdo el sector de su ventanilla. “Sí, gracias. Ya vimos las banderas”. Habíamos encontrado el camino al hangar de D10S, y al mismo tiempo ya comenzábamos a cuestionarnos cómo íbamos a irnos del hangar de D10s. Tened fe, tened fe.

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Donde antes del Mundial el espacio funcionaba como un estacionamiento, por estas horas es un living techado compuesto por sillones blancos, banderas argentinas, una barra para comprar desde comida hasta bebidas y un shop donde venden las camisetas de Diego, el Diego que reviste el salón con su imagen ploteada.

Una alfombra de césped sintético simula nuestra entrada triunfal hacia el hangar. Qué emoción. Estamos adentro y queremos ver todo ya, pero ya mismo. Al cruzar la puerta, el estómago se zarandea como revuelto gramajo. Muchas alegrías juntas, mucho por mirar y no saber para dónde ir primero. Llegamos a la casa de Diego, a la casa de D10s.

En el centro de la escena hay una gran alfombra con destino a un telón inmenso donde se esconde el avión. Ese sector está cerrado, menos para nosotros los periodistas. Después les cuento.

Miro hacia la izquierda y veo dos marquesinas con camisetas de Diego, varias del Napoli, de la Selección, de Boca. Está todo ahí, y las que más llaman la atención son las vintage del equipo napolitano donde Maradona construyó la base de una nueva religión. Seas grande o pequeño en Nápoles, a Diego lo conocés de memoria.

Impacta la belleza de la pilcha; impacta lo cerca que te hace sentir del ídolo. Impacta lo que hay detrás mío.

Es un mural exclusivo de los hinchas, donde encontrás nichos con obsequios, como la camiseta del “Papu” Gómez, la raqueta de Vilas, una chomba de Guille Pereyra y así, varias cositas más. Me quedo pasmado en el mural, pido un marcador y firmo. “Te amo, Diego, LN”. No debería contarlo, pero lo cuento. Sigo.

En los costados del hangar hay diferentes actividades, una de ellas es sacarte una selfie con Diego. En otra, te colgás en una TV con imágenes del 10 de su paso por Newell’s y otros tantos equipos. Hacia el sector frontal, una cancha de fútbol tenis, un blanco donde si acertarás ganás dinero, y las camisetas de la empresa patrocinadora a la venta, con el 10 en la espalda. De entrada hacia el fondo está el escenario que será bendecido por los Totoras, una pantalla gigante vestida de cielo con nubes y al costado, el telón donde está el Tango D10s. Vamos.

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Las luces azul Francia le dan un tono celestial a la situación. Los dos patovicas que custodian la zona son re buena onda y corren el telón para que yo pueda filmar y abrime paso con estilo. Ingreso. Guau. Avanzo. Guau. La panorámica del avión es imponente; verlo a Diego pintado en varias formas lo es aún más. Me aferro a la cámara y subo las escaleras.

Estoy arriba. Todo lo que no es color blanco nube es celeste de Napoli. Las butacas brillan en composé con una Copa del Mundo y algunas frases en italiano. Estoy volando un avión aterrizado. Y lo hago de la mano de Diego.

Es el Diego que ahora nos habla, que escuchamos responder preguntas, como el día de La Mano de Dios y el festejo que no llegaba de sus compañeros porque todos sabían que había sido mano menos el árbitro. O cuando aseguró que jamás se peleó con Leo Messi pero sí que hubiera deseado que sea más parecido a él en carácter. O cuando lamentó no haberle podido dar la tercera Copa del Mundo a la Argentina. Ojalá sea en Qatar.

Y así, entre preguntas de la gente y respuestas del Diego celestial en modo México 86, la piel se eriza y el corazón late fuerte.

Tengo que irme, me espera el 947 y una nueva aventura con la Selección sabiendo que Messi juega para nosotros y que Diego con don Diego y la Tota nos cuidan desde el cielo. ¿Qué nos puede salir mal?