Escuché hablar por primera vez del programa Gran Hermano a mediados del año 2000. Ricardo Warnes, un productor de televisión tucumano, amigo de mi padre -ex periodista de LA GACETA y en los 90 realizador de algunos de los ciclos de entretenimiento de mayor rating en nuestro país-, analizaba la compra de los derechos de un formato televisivo que vendía John de Mol, productor holandés que en 1999 había lanzado el programa en su país y que, a partir de su éxito, empezaba a exportarlo por el mundo. De Mol se había inspirado en Biósfera 2, experimento en el que un grupo de personas vivía largas cuarentenas en una construcción cerrada en el desierto de Arizona para testear la posibilidad de instalar una base en el espacio y probar los efectos de la convivencia forzada.

De Mol también tomó el modelo de realities incipientes como The real life, lanzado en 1992 por MTV, en el que se filmaba a un grupo de desconocidos en situación de convivencia, y Expedición Robinson, programa sueco de 1997 que sometía a los participantes a competencias de supervivencia monitoreadas por cámaras.

La propuesta de Gran Hermano consistía en encerrar a seis mujeres y seis hombres en una casa, aislados del exterior, grabados las 24 horas por 29 cámaras y 60 micrófonos, enfrentados a votaciones semanales para eliminar progresivamente a los participantes hasta que quedara uno de ellos, convirtiéndolo en beneficiario de una importante suma de dinero. La expectativa inicial de ser espectadores de un experimento sociológico que expusiera las facetas más auténticas de un grupo humano que debe administrar restricciones y competir por un premio codiciado fue traicionada por la conciencia de la observación, la construcción de arquetipos en la selección de los perfiles y los guiones derivados de la compilación de escenas en las emisiones diarias del programa. El espectáculo no mostraba a ningún “Truman”, el personaje interpretado por Jim Carrey que era filmado durante toda su vida sin percatarse de ello. En ciertos momentos se producían, eso sí, quiebres en las estrategias sociales o mediáticas. Ásperos conflictos, descompensaciones emocionales y encuentros amorosos que alimentaban el voyeurismo y la morbosidad de los televidentes.

Con esa fórmula, el programa rompió récords históricos de audiencia en muchos mercados y fue adaptado en más de 70 países. En la Argentina se emitió entre 2001 y 2012, volviendo a emitirse en los últimos años después de un lustro fuera del aire.

Fronteras porosas

Gran Hermano generó una porosidad entre el programa televisivo, las normas legales y éticas del mundo real y la vida de los participantes “expulsados” cuyas desventuras eran cubiertas por programas de chimentos. El desplome de la rápida fama que habían logrado en el show se transformaba en un drama que solo se revertía con nuevos escándalos o mayores dosis de exhibicionismo. La falta de claridad de la frontera que separaba al show de la realidad se fue ampliando. En Europa, un participante se suicidó después de su regreso al anonimato y hubo un caso de presunto abuso sexual dentro del programa, con un posible encubrimiento por parte de la producción (revelado hace pocos días por el diario español El confidencial). En nuestro país, uno de los participantes tuvo comportamientos ante las cámaras que evidenciaban un desequilibrio psiquiátrico aparentemente ligado a la sobreexposición. El episodio más reciente de esta labilidad entre un mundo y otro se produjo, hace tres semanas, con el repudio de Alberto Fernández a los dichos de un participante que sugirió que había sido sobornado por el actual presidente. La referencia presidencial hizo que millones de personas conocieran las elucubraciones que el participante del reality show había compartido con dos de sus compañeros de encierro, reproducidas por un canal secundario de la producción, seguido en vivo por unos pocos miles de espectadores en un horario marginal.

Altos números de audiencia se logran en las compilaciones que destilan algunos minutos de las cientos de horas grabadas semanalmente por las múltiples cámaras instaladas en la casa. Los picos de rating se concentran en la emisión dominical en la que semanalmente se elimina a un participante. El domingo pasado superó los 21 puntos, cifra extraordinaria para los actuales índices de la televisión abierta en tiempos de audiencias fragmentadas con un ecosistema digital dominado por las grandes plataformas de internet.

Una de las particularidades que tuvo Gran Hermano, desde sus comienzos, fue su capacidad de convertir en famosas a personas sin atributos ostensibles. Fue, junto con otros espacios televisivos, un pionero en la generación de los denominados “mediáticos”. Antecesores de muchas de las estrellas actuales de las redes: youtubers, instagrammers, tiktokers y tuiteros con cientos de miles o millones de seguidores que, en algunos contados casos, logran montar sobre ellos negocios publicitarios que les permiten vivir de expresiones de dudosa calidad artística pero con indudable aptitud para captar y retener la atención de sus audiencias.

Gran Hermano fue un precursor en la propuesta de intercambiar intimidad -disfrazada de autenticidad- por fama y dinero, aceptada cada año por una docena de participantes. Hoy son millones los que acceden al intercambio solo por algunos corazones y pulgares levantados.

“Lo que vende”

Hace diez días, la Fundación Federalismo y Libertad celebró sus diez años de trayectoria reuniendo en Tucumán a referentes de la política, la economía y la prensa. La nota de color fue aportada por un influencer que suma más de un cuarto de millón de suscriptores en su canal de Youtube. Lo escuchaban tres ex presidentes, dos ex ministros de economía y periodistas de medios líderes a nivel nacional y local. “La forma en la que ustedes comunican ya murió… Lo que vende es estar desnudo ante una cámara”, dijo.

La afirmación del youtuber debe ser leída en sentido metafórico, aunque también en sentido literal. “Lo que vende”, para el influencer, no es el acartonamiento de un discurso reflexivo, de un pensamiento que requiere una digestión lenta. “Lo que vende” es la chicana, la broma rápida, la irreverencia, la instantaneidad del meme. Esos significantes de una supuesta autenticidad nos conducen, más que a la verdad, a una posverdad en la que los hechos se subordinan a la emoción y la opinión. En el terreno del humor y el entretenimiento esta subordinación es válida y necesaria. Cuando se traslada a los espacios en los que debatimos fórmulas de convivencia conspira contra la resolución armónica de conflictos y el recorrido sustentable de un camino de desarrollo.

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DANIEL DESSEIN