¿Existe algún grado de conciencia -aunque sea ínfimo- en las personas que se encuentran en estado vegetativo o en coma cuando llegan al último instante de la vida? ¿Ese lugar común que repite “se fue sin sufrir, ni se dio cuenta” refleja una realidad o es un paliativo que nos imponemos frente al espanto de lo incomprobable? ¿Qué asusta más: darnos cuenta plenamente que estamos transcurriendo los momentos finales (a través de una manifestación física, como el dolor, por ejemplo) o lo que ocurra en el instante después, es decir, cuando demos el salto hacia esa dimensión incomprensible a la que la fe -la que sea- siempre se obstinó por darle cierta previsibilidad? ¿Afirmar “no le tengo miedo a la muerte” es la expresión de una certeza o apenas una mentira disfrazada de ilusión?

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Los últimos años de Dady fueron como un tobogán lleno de matices. Hoy, a la luz del tiempo, hay que admitir que después del ACV llevó una vida bastante normal (por más que en aquel momento la angustia les mostraba a sus familiares un panorama mucho más oscuro de lo que en realidad era). Claro que sufría limitaciones: no volvió a caminar y necesitó asistencia de enfermeras y cuidadoras de modo permanente. Sin embargo, la levantaban todos los días; comía en la mesa con su hija, con su yerno y eventualmente con algunos de sus nietos y bisnietos; tejía; jugaba a la lotería con Nelcy, la mujer que la acompañaba todas las tardes; leía; rezaba, y hasta había vuelto a escribir. Después llegó la pandemia y la deplorable gestión de la cuarentena que impuso el Gobierno. Dejó de recibir visitas, se suspendió la fisioterapia, algunas de las cuidadoras dejaron de ir a atenderla y, por más esfuerzos que hizo su hija mayor (en cuya casa estaba viviendo) aquel aislamiento cruel le causó un daño irreparable. Desde entonces, el deterioro se intensificó y no hubo vuelta atrás. Al punto que pasó sus últimas semanas con los ojos cerrados y desconectada de un entorno que le brindó todo el amor posible.

Desde el ACV hasta la muerte de esta mujer de 87 años -que era mi abuela, pero podría haber sido la abuela de cualquiera, ya que su caso no difiere mucho del de otros pacientes con el mismo problema- pasaron casi cinco años. Frente al espejo atroz en el que nos coloca cada muerte ajena siempre surgen algunas preguntas: ¿qué podemos aprender de una agonía tan larga? ¿Somos conscientes de la mochila que les podemos dejar a nuestros familiares o amigos si expresamos voluntades que deseamos que se cumplan cuando ya no estemos? ¿Si el amor con amor se paga, estamos haciendo las cosas correctamente en el presente para que en el futuro haya alguien que nos acompañe y que nos quiera incondicionalmente hasta el final?

Visitas al cardiólogo

El sábado pasado se conmemoró el Día Mundial de la Prevención del ACV y hay algunos datos a los que deberíamos prestarles atención: en promedio, en Argentina este problema afecta a una persona cada cuatro minutos. Sin dudas, es fundamental que logremos mejorar el modo de prevenirlos. Por eso es interesante la iniciativa de la Federación Argentina de Cardiología, que es presidida por el tucumano Luis Aguinaga: abrieron el primer registro nacional de personas con fibrilación auricular. Se trata de una de las epidemias cardiovasculares del momento. Y, a pesar de que es la principal causa de ACV, está subdiagnosticada ¿No será el momento de replantear la periodicidad de nuestras visitas al cardiólogo?

A escribir antes de que sea tarde

Es posible que cuando uno acompaña a un familiar o a un amigo a lo largo de una enfermedad terminal y se convierte en testigo del deterioro y del dolor se haga a sí mismo algunos planteos. Por ejemplo, hasta dónde quiero llegar si algún día soy yo el que esté en esa situación. Aunque suene complejo, quienes poseen fe en Dios pueden convertir el sufrimiento en un consuelo, inclusive en un acto de generosidad: ofrecerlo por la salud de otros, por ejemplo. Pero la fe es tan personal que allí no caben las opiniones.

En todo caso y a la luz del Día de los Fieles Difuntos, que se conmemoró ayer, la pregunta concreta que podemos hacernos quizás sea: ¿hay decisiones que deberíamos tomar cuando aún estamos en la plenitud de nuestras facultades para evitar algunas prácticas que extiendan nuestra vida en situaciones críticas? Si bien hoy en Argentina la ley no permite la eutanasia, que es aplicar procedimientos médicos para ayudar a una persona a morir (aunque hay varios proyectos en el Congreso al respecto), sí es posible rechazar acciones que prolonguen nuestra vida o sufrimiento en caso de enfermedades irreversibles o en estados terminales. Lo determina la Ley de Derechos del Paciente y el nuevo Código Civil va en el mismo sentido. Inclusive, estas voluntades pueden ser plasmadas en un documento.

Ahí es interesante el aporte que hace Mario Sebastiani, doctor en Medicina y miembro del Comité de Bioética del Hospital Italiano. Hace unos días, en una entrevista con LA GACETA, resaltó la importancia de las directivas anticipadas. “Es fundamental que nos obliguemos a escribir las cosas que no queremos en los momentos en que podamos expresarlas. Ahí se puede explicar que, si sufro una enfermedad terminal, quiero o no respirador o alimentación asistida, o que no luchen para mantenerme vivo si no me pueden curar (...). Lo que hay que hacer es tratar de hablar con nuestros parientes, con el médico para expresar qué cosas queremos y qué no queremos y, además, volcarlo en un documento de directivas anticipadas”.

Quizás uno de los aspectos positivos que tuvo la pandemia -si es que podemos ponerle ese calificativo a algo que haya estado relacionado con lo que ocurrió en 2020- es que removió algunos preconceptos que existían alrededor de la cremación. Hasta hace algunos años, cualquier referencia a los crematorios y a esta práctica desataba polémica entre los tucumanos. Hoy, en cambio, se ha vuelto habitual que una persona diga abiertamente si quiere ser cremada, por ejemplo, o si prefiere ser sepultada en la tierra o que sus cenizas queden en un cinerario o que sean esparcidas en algún lugar específico. Da la impresión de que se ha naturalizado el hecho de hablar con franqueza sobre lo que queremos que hagan con nuestro cuerpo una vez que hayamos muerto. Tal vez también sea un buen momento para empezar a hablar sobre qué queremos que hagan con nosotros cuando aún estemos de este lado, pero ya sin posibilidades de tomar decisiones por nosotros mismos.

Lo evitable que no se evita

Si de muerte hablamos, Tucumán parece un modelo de todo lo que está mal. Esta semana, la periodista Lucía Lozano reveló un informe inquietante: en esta provincia, nada mata más que los accidentes de tránsito. El Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC), que elabora el Ministerio de Seguridad de la Nación, determinó que cada 36 horas al menos una persona fallece como consecuencia de un choque.

Más allá de la responsabilidad particular que puedan haber tenido los implicados (imprudencia, alta velocidad, no usar los elementos de seguridad, como el casco, por ejemplo), la inmensa culpa del Estado se hace patente en la falta de autopistas, en las rutas sin señalizar y con muy poco mantenimiento, en las calles mal iluminadas, en la falta de controles, en los baches inmensos que quedan después de algún trabajo de la SAT, en las coimas que algunos piden para permitir que los infractores sigan circulando, en adefesios como el Camino del Perú y en un largo etcétera. Algo parecido ocurre con el narcotráfico y con la inseguridad, dimensiones en las que la inacción, la ineficacia o directamente la ausencia del Estado terminan aceitando los engranajes que derivan en cada muerte violenta.

A diferencia de las enfermedades, por ejemplo, en estos casos no hay tiempo de dejar instrucciones ni de prepararnos para partir. Todo es intempestivo. Además, estamos hablando de hechos evitables ¿Alguien está haciendo algo para que no ocurran? A veces parece que no.

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Hay lugares en los que la muerte es una fiesta. De hecho, muy cerca de acá, en Jujuy, el Día de las Almas tiene bastante de reencuentro, de banquete, de hospitalidad, todos elementos inherentes a una celebración, tal como refleja el reportaje fotográfico que publicó Franco Vera en LA GACETA de ayer y en la de hoy. Se preparan las comidas qué más disfrutaban en vida los familiares difuntos, sus bebidas favoritas e inclusive se arman pequeñas escaleritas de masa para que regresen a través de ellas a compartir por unas horas la mesa que les prepararon aquellos que aún se encuentran en el plano de la vida. Creamos en ellos o no, en estos pequeños rituales andinos todo parece más sencillo, más natural, mucho menos doloroso y solemne. Tal vez acá podamos encontrar alguna enseñanza, algún modo distinto de procesar en paz lo único inevitable que tenemos por delante.