…cuando cuelgo

piensan que me guardé

mi secreto.

Yo no escribo desde

el conocimiento.

Cuando suena el teléfono

a mí también me gustaría escuchar las palabras

que pudieran aliviar

un poco esto.

Por esa razón mi número

figura en la guía.

Charles Bukowski

Vengan niños, sáquense los auriculares que les quiero hablar sobre una época en la que había algo que se llamaba teléfono. No eran pícaros ni G5 ni táctiles, ni tenían cámaras de fotos, ni androides. Eran un mueble, uno muy suntuoso. Tanto que se publicaban avisos de venta de casas con o sin teléfono. Cada uno tenía un número y no había forma de agendarlo. Eran números más chicos, seis dígitos por mucho tiempo aquí en la ciudad. La gente los memorizaba de diferente manera, y esto era una diferencia de cosmovisión: algunos decían doscatorcesietescincodos y otros veintiunocuarentaysietecintucentaydos. Para marcar, uno transformaba su forma antes de empezar a dar vuelta el dial. Porque los números se marcaban de a uno, el 9 era nueve pasadas, el 0 diez claclacla. Algunos tenían suerte, por caso 221122 se marcaba volando y el dedo iba y venía. Pero el 249990 tenía otro marcar. Quien tenía ese número era gente de paciencia, quizás de los que hacían miel con limón en El Siambón.

Una cosa fascinante es que el teléfono sonaba, pero no se sabía para quién en particular. Ni tampoco conocíamos quién era el que quería hablar con no se sabe.

- Perdone profesor. ¿Pero no sonaba distinto según quién llamara? ¡Es una locura!

Gracias Anita. Exacto, nada de ringtones. Cada casa tenía -con suerte- un aparato que era además de por vida. Cada uno conocía su timbre según el modelo. El chiste -“¿cómo es tu teléfono?” “Negro”- era bueno pero a la vez real. Toda mi vida tuvimos el mismo número y el mismo aparato.

Estas extravagancias permiten dar más sentido a algunas cosas. Por ejemplo, colgarle a alguien. Tenía un estruendo, era una ofensa mayúscula, chau, boom, clack. Ni hablar de cuando uno rezaba para que quien atendiera fuera la chica o el chico con quien se quería dialogar y no su padre o su madre. “¿De parte de quién?” no era una demanda de nombre y apellido, sino de intenciones y propiedades que habiliten esas intenciones. A veces uno optaba por un cobarde “un amigo”. Ahí el progenitor podía apiadarse o ensañarse, cebado, con un: “¿y qué amigo, se puede saber?”

En casa, mi padre era de contestar en el ultimo ring, ya cuando estaba por desistir el marcador. Más de una vez llegó tarde, colgaron justo y le escuchamos decir: “¡hombre de poca fe, por qué dudaste!”

La conversación, por otra parte, era escuchada sesgadamente por los que rodeaban al que estaba al teléfono y se lo vivía como parte de un evento familiar. Por caso, la abuela hablando con su hermana decía “uy Dios!” “no te puedo creer” y, cuando ya los presentes se abrazan dando el pésame, escuchaban “¡tantas tazas de harina, Dios mío, pero si ya tiene huevos!”

- ¿Pero cómo hacían para llamar al número cuando no lo sabían? ¿Buscaban en la web?

¡Mi querida! Gran pregunta. No, no había internet. Nos llegaba cada año la guía telefónica. Tranquilos, tranquilos: era un libro con todos los nombres de los ciudadanos y sus números de teléfono. Normalmente las repartían un día al año y la gente se quedaba en casa como si fuera un censo. La decepción de que no hubiera llegado a casa la guía era tremenda. Pedir una guía prestada era más osado que pedir la Marmicoc y la devolución debía ser urgente. “Ese me robó la guía de teléfonos” era el ostracismo. En la novela “La noche del Oráculo”, Paul Auster imagina un loco coleccionista de guías de teléfono. Allí propone una bellísima metafísica de las guías:

- ... tengo la impresión de que esto es algo más que una distracción para usted. Eso por lo menos lo entiendo. No es de esos que acumulan cosas sólo por afán de coleccionar; tapitas de botellas, etiquetas de cigarrillos Las guías significan algo para usted.

- Esta habitación contiene el mundo -responde Ed-. O parte del mundo, al menos. Los nombres de los vivos y de los muertos.

Las guías ya no existen, no hacen falta, pero eran la instancia en la cual se relacionaban los números con los nombres. Muchas veces estaban los de nuestros ancestros, que pidieron el número por primera vez. En cierto momento de nuestra vida nos buscábamos a nosotros mismos en ese libro sin frases y encontrarse, que el nombre de uno apareciera, era la señal de la madurez.

Ahora es mejor y más fácil, pero a nosotros los números de los afectos nos quedaron grabados. Pasaría horas con la guía del ochenta y siete, por ejemplo. Todos los viejos como yo tenemos un par de cifras que de vez en cuando marcamos. a veces sólo para llamar. Sabemos que el teléfono (el negro, el gris, el rojo) suena al vicio, pero ya no nos desespera que nadie llegue.