Compré un libro de T.S. Elliot el mismo día que llegó a Tucumán. Lo leí laboriosamente en una noche. A la mañana siguiente escribí una reseña crítica  y pensé, con audacia, que podría publicarla en la página literaria de LA GACETA.

Sólo años después supe lo que aquella página significaba para los escritores de la generación anterior. Era uno de los pocos espacios no contaminados por la obsecuencia de un país obsecuente, uno de los últimos bastiones donde la escritura no perdía su imprescindible dignidad. Me lo dirían, años después, Martínez Estrada y Sabato, Ricardo Molinari y Vicente Barbieri, César Fernández Moreno y Mallea. Pero para mí no era nada de eso. Para mí era, lisa y llanamente, el único lugar posible de la literatura.

Como yo tenía entonces dieciséis años y pensaba-con razón- que los recepcionistas no me llevarían el apunte, convencí a mi padre de que me concertara una cita con el mitológico director de la página, Daniel Alberto Dessein. No sé qué hizo mi padre. Sólo recuerdo que una tarde, a eso de las siete, Dessein nos recibió a los dos en una oficina del primer piso de LA GACETA…

Aquella reseña no salió nunca, pero al segundo intento tuve éxito. Compré una novela de Vasco Pratolini -ya ni me acuerdo cuál era-, escribí a toda velocidad la consabida crítica y se la dejé a Dessein en la recepción del diario. Tres semanas después tuve la sorpresa de verla publicada…

Dessein fue uno de los mejores amigos que he tenido en la vida. Mucho tiempo después cuando vivíamos ya en ciudades distintas y yo escribía reportajes a los narradores del “boom” o largas crónicas sobre la muerte en Hiroshima, me descubría a mí mismo preguntándome si aquellos ejercicios periodísticos le gustarían a Daniel Alberto. Tanto confiaba en la inteligencia de sus lecturas que durante años -creo- escribí sólo para que él me leyera…

Una historia final: hacia 1964 o 1965, solíamos reunirnos a comer con Daniel Alberto en un restaurante de Callao cerca de Melo, en Buenos Aires. Aunque rara vez hablábamos del pasado, una noche me atreví a preguntarle qué lo había movido a publicar aquella reseña sobre Pratolini en la página literaria.

“Tengo la impresión de que mi lenguaje era confuso en aquel tiempo, lleno de metáforas inútiles”, le dije.

“Se te entendía muy poco”, admitió él. “Tardaste mucho en ser claro”.

“¿Por qué fuiste tan hospitalario entonces?”, insistí. “Yo en tu lugar hubiera tirado mi reseña al canasto”.

“Había un adjetivo”, respondió Dessein. “Había una manera de adjetivar que me movió a darte otra oportunidad”.

Todas las semanas de ahora, cuando la página, ya convertida en un suplemento admirable, llega a mis manos, la imagen de aquellos comienzos pasa por mí como una ráfaga dulce. Yo sería alguien mucho más inseguro y más inhábil de lo que soy si Daniel Alberto no me hubiese abierto las puertas de LA GACETA. Estas líneas tratan, torpemente, de reconocer esa deuda impagable.

© LA GACETA

*Publicado el 23 de agosto de 1992.