Por Sergio Silva Velázquez

Para LA GACETA - BARCELONA

Como tantos lectores de Carlos Ruiz Zafón, también quise ser Daniel Sempere de La Sombra del Viento, solo por la obsesión que rige su vida sobre ese autor del libro convertido en reliquia, hallado en un hipotético Cementerio de Libros Olvidados.

Pero ni Sempere hubiera esperado ver tiradas en la calle las obras de Lope de Vega de la edición de Aguilar de 1969 -una joya para coleccionistas- ni yo lo imaginé jamás. Sucedió el 27 de abril cerca de medianoche, mientras deambulábamos por una Barcelona casi apagada. Esa noche, nos metimos por Carrer de L’ Atlántida, una callecita ínfima, haciéndole caso al GPS de mi teléfono con un 11% de batería. Bastó eso para tres videos y unas fotos de la situación: allí estaban, desolados en la intemperie, tantos libros que solo cabían en muchos estantes.

“Esto solo puede pasar aquí”, dijo una pareja latina conforme se iba del lugar como si se tratara de una trampa. Yo me acerqué sigiloso a dos muchachos que revolvían entre el reguero de tomos que contenían -la mayoría- unas palabras escritas hace ya mucho tiempo y que solo algunos aún estamos dispuestos a leer. Al inicio creí que eran los libros malogrados, convertidos en pesadilla y pérdida de las editoriales en un Sant Jordi que será recordado por el viento, lluvia y el granizo que castigó ejemplares y turistas que se acercaban y alejaban de los puestos callejeros. Fue un instante de pensar que los libros estarían arruinados: un vistazo comprobó que estaban intactos. “Un señor acaba de morir por una grave enfermedad y desalojaron su piso y arrojaron sus cosas a la calle”, fue la explicación sin sentido de alguien. ¿Sería cierto o apenas la imaginación desbandada de otro lector emocionado? De pronto, se me representó mi propia biblioteca y el destino de lo que contiene, una vez que cayeran en su propia orfandad.

Entre las pilas, distinguí las letras doradas en los lomos de las históricas ediciones de Aguilar, obras de autores universales, volúmenes que ya no se editan, como me lo confirmaron en la histórica librería La Fugitiva -hoy El Rastro Libros- en pleno centro de Madrid. Aquellos libros que, precisamente, me había empecinado en vano en conseguir.

El segundo tomo de Dickens, por ejemplo -único ejemplar de Aguilar en La Fugitiva-, me fue ofrecido a 75 euros que hubiera pagado en otros tiempos mejores para los argentinos. No encontré en el revoltijo ese, sin embargo, sino el sexto tomo de la serie -además de los de Lope- junto al primer volumen de Dostoievski, el segundo tomo de Goethe, el tercero y el cuarto de Stendhal, las obras completas de José Ortega y Gasset y otros dos volúmenes con obras escogidas de Flaubert y Baudelaire.

El botín fue cargado en tres bolsas que trajimos y llevamos como pudimos para salvarlos de la aniquilación definitiva: una cuadrilla del ayuntamiento de Barcelona esperaba paciente para arrojarlos a la compactadora de la basura. En segundos, vimos cómo un camión se convertía en las fauces que los mezclaba con podredumbres y los desaparecía sin importar las palabras talladas siglos antes, su preciosa edición, o lo muy valiosas que fueran a ojo de buen librero. Allí fueron al menos tres tomos de Azorín, otros tantos de Perez Galdós y un par de Tirso de Molina, entre otros españoles de la época de oro, enciclopedias, biografías ilustres junto con manuales de ciencias varias. Debió ser la escena más parecida a la de un narco que mira el instante en que se quema la droga que acaban de confiscarle, con la vital diferencia de vivir una pérdida no emocional sino compuesta de muchos ceros a la derecha del número.

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Sergio Silva Velázquez - Periodista y abogado.