Estimado Profesor Garmendia: quisiera relatar un episodio significativo en mi vida de librero. Un hombre que me dio una lección muy importante: no debo juzgar a la gente. Es que esta profesión no es un mero drugstore y su antigüedad y dignidad hacen que no podamos a veces evitarlo. Corrí gente por pedirme un libro que efectivamente estaba en la vidriera. Pero le cuento la situación que me llevó a cambiar,

Los libreros tenemos un mote acertado de gente metida, dispuesta a juzgar al comprador por el libro que lleva. Tengo una verdadera fauna entre mis clientes, entre los cuales dos especímenes me son altamente insufribles: los que se excusan con que no es para ellos (“envuélvamelo, y con una tarjeta”), como si comprar basura de regalo fuese una operación distinta a la de hacerlo para la propia lectura; y, por otro lado, los que solo llegan hasta el mostrador a pedir un libro cualquiera, desconociendo el genuino placer de buscar, ya que lo demás, todo lo demás, no difiere de ir al supermercado. Como le dije, no pocas veces los eché cuando la selección me resultaba insoportable, ya sea por coherencia de porquería o por estropear un autor magnífico entre dos Narnia.

Por supuesto, mis altos estándares en materia de compradores estaban relacionados con la existencia del doctor (abogado) Fidel Pensatti: el cliente ideal, un talento. El metro de París de los compradores de libros. Entonces el Doctor era consonante de la Corte Suprema, era un distinto en todo. Un placer verlo escudriñar por horas los estantes para salir siempre con alguna joya. A veces un clásico, otras alguna novedad prometedora. Una que otra novela histórica para criticar, buena poesía, filósofos de esos que escriben bien. Nos unieron casi veinte años de silenciosa complicidad.

Su historial de libros era irreprochable, hasta que en de junio de 1986 apoyó en el mostrador “Carrie”, de Stephen King. Hasta entonces siempre había pasado lejos de esas novelas en las que solo se encuentra terror explícito y sangre segura.

Al episodio siguieron, en el intervalo de un par de meses, al menos una docena: “Eso”, “El resplandor”, y otras de King o de alguno de esa laya. Yo me mantuve inmutable -el doctor tenía suficiente crédito en buen gusto-, hasta el día en que me pidió “El exorcista” en la versión de Blatty, y ya no me pude contener:

- Doctor Pensatti -le dije mientras me tendía el libro-. No puedo creer que últimamente esté llevando tanta porquería de terror.

- Ah, mi querido Jorge de Burgos -me contestó casi con alegría-, esperaba su objeción. ¡Cuántas veces salí alegre de su negocio con su silencioso beneplácito! Y ahora, claro, lo trastorno ¿no es cierto? Desde “Carrie”..., ¿no es así?

Asentí.

- Mi querido sabueso: no estuve bien de salud y sentí que había cosas que me prohibía por tener demasiada estima por expectativas de los demás. Desde entonces viajo mucho, cambio auto y cosas así. Me quedaba usted. A las novelas de terror ni las leo.¿Me va a disculpar, por favor, podría perdonarme? Me ha encantado desubicarlo, aborrecerme a través de sus ojos. ¿Me puede entender?

Pensé en su cara antes de elegir cada porquería. A continuación me dijo que me tranquilizara, que llevaba algo de Gustave Flaubert. Extendió “Bibliomanía”, libro que trata de la leyenda de un librero asesino en Barcelona. La contratapa era un recorte de un diario español: “Los peligros de la obsesión por los libros y la adicción que suscita el coleccionismo son los pilares en los que se sustenta este texto del escritor francés, que se inspiró en un caso real para narrar la historia del monje Giacomo, capaz de matar y morir por su pasión bibliófila, incluso si esta le condena a los infiernos”.