A mis 15 años me inicié en la lectura de la obra fantástica de Tolkien (foto), desde que compré “El Señor de los Anillos” hasta que completé 20 estantes de libros, algunos dudosos apuntes del tipo “Cuentos incompletos jamás escritos sobre una era imposible”.
El problema es que liberé ese mundo en un medio donde prendió como los conejos en Australia. Mis primos me invitaban todos los veranos a la finca donde vivían. Esa situación los hacía muy unidos, eran hermanos y amigos entre ellos. Yo era hijo único y solo. Por gratitud a su hospitalidad les compartí mi mundo de humo. Durante cinco años trasladé mis libros de Tolkien y su peligroso contenido.
En el campo, en ese paisaje exuberante y ominoso, el mundo fantástico de J.R.R. Tolkien prendió de manera estremecedora. En el momento en que pisaron la Tierra Media supieron que no la dejarían nunca más. Claro que escondieron su obsesión para que no se les reprochara que gastaban tiempo con fantasías. Pero pronto se extendió a su vida cotidiana. Dos de ellos fueron llevados por sus padres al fonoaudiólogo cuando los escucharon articular el idioma de los Noldor, bajo la hipótesis de que había allí un mal castellano antes que una sublime pronunciación del élfico, idioma inventado por Tolkien para los duendes. Perfeccionaban su destreza en la escritura de runas con la fruición de los cuadernos de caligrafía.
El encuentro de Santo Tomás con la Metafísica de Aristóteles no habrá sido tan emotivo como cuando mis primos abrieron el “Qenta Silmarillion”, libro póstumo que es el equivalente a la Biblia del precioso castillo de naipes que es el mundo de Tolkien. Luego les llevé el “Atlas de la Tierra Media”, de Karen Wynn Fonstar, con el que me gané su aplauso. A los cinco días ya había discrepancias respecto a la cartografía de la Batalla del Abismo de Elm.
Un buen año el mundo secreto explotó. Me llegaban comentarios familiares de la increíble situación, yo guardaba silencio culposo. Parece ser que los más chicos eran, digamos, tolkianos nativos, no avanzaban en la escuela. No querían saber historia, sino reconstruir las batallas de los enanos; no avanzaban en gramática española, por considerar que se trataba de un idioma inferior, tosco. Cuando les pidieron explicaciones hallaron que los hermanos se comunicaban como nadie, en un idioma inexistente (al que habían hecho varias mejorías, ampliaciones y precisiones indiscutibles).
Llegué a su finca ese verano con la cabeza gacha, listo para que sus padres y ellos mismos me reprochen haber generado semejante confusión. Fue enorme mi sorpresa cuando el capataz -Juan Domingo Pérez- me saludó en el idioma de los duendes, con la tradicional frase Elen siìla luìmenn’ omentielvo: “Una estrella brilla a la hora de nuestro encuentro”.