Por Tomás Eloy Martínez

Recrear un mito de la cultura en la historia para tratar de saber quiénes somos o qué hay en nosotros de Algún Otro no es, por supuesto, nada nuevo. Cuando el lenguaje toca el centro del mito, lo enriquece, ensancha el horizonte de eso que llamamos “el imaginario”. A la vez, establecer la verdad en términos absolutos es una empresa casi imposible. La única verdad posible es el relato de la verdad (relativa, parcial) que existe entre la conciencia y en las búsquedas del narrador.

Liberados de su mármol, los personajes de la historia regresan para contar las cosas de otra manera, para recuperar otro relato del pasado. Ya no se trata de desentrañar las mentiras de la memoria a través de una contramemoria, como hice en La novela de Perón. Mi eje, en Santa Evita, fue el reconocimiento casi topográfico de un mito nacional. Pero mi eje, sobre todo, fue la búsqueda de un cuerpo: no sólo el cuerpo yacente de Evita Perón, llevado y traído de una orilla a otra de Buenos Aires, sino también el cuerpo de mi pasado, si se prefiere, el cuerpo de las cosas que llenaban mi imaginación en el pasado.

Toda novela y todo relato ficticio son un acto de provocación, porque tratan de imponer en el lector una representación de la realidad que le es ajena. En esa provocación hay un yo que se afana por ser oído, un yo que trata de perdurar narrándose a sí mismo. Toda crítica es también una forma de autobiografía, una manera de contar la propia vida a través de las lecturas, ya no como provocación sino como interrogación. Ambas escrituras son a la vez profecías e interpretaciones del pasado, reconstrucciones del futuro con los restos del presente. Pero el discurso de la historia: ¿qué es? A diferencia de la ficción y de la crítica y a diferencia, sobre todo, del pensamiento filosófico, el discurso histórico no es una aporía: es una afirmación donde hay una incertidumbre, instala (o finge instalar) una verdad; donde hay una conjetura, acumula datos.

Pero la ficción y la historia son también apuestas contra el porvenir. Si bien el gesto de reescribir la historia como novela o el de escribir novelas con los hechos de la historia no son ya sólo la corrección de la versión oficial, ni tampoco un modo de oponerse al discurso del poder, no dejan de seguir siendo ambas cosas: las ficciones sobre la historia reconstruyen versiones, se oponen al poder y, a la vez, apuntan hacia adelante.

Santa Evita procura ser el inventario de un mito argentino pero a la vez, de una manera involuntaria, es también una confirmación y una ampliación de ese mito. Cuando escribí el libro, creía que estaba inventando la existencia de un cadáver con tres copias, porque esas copias me eran necesarias para tejer mi intriga. Cuál no sería mi sorpresa, al presentar la novela en Buenos Aires, a fines de julio de 1995, un escultor afirmó que él había trabajado, junto a otras dos personas de las que dio nombre, en la elaboración de esas copias. Las manos que mueven el telar del mito son ahora muchas y vienen de infinitas orillas: tantas orillas, que ya ni siquiera es fácil distinguir dónde está el centro ni qué pertenece a quién. Así son las imágenes con las que el pasado reescribe, en las novelas, la historia del porvenir.

© LA GACETA

* Publicado originalmente en este suplemento en 1997.