La meritocracia es un ideal de justicia según el cual la asignación de recursos en una sociedad debería depender exclusivamente de los merecimientos de las personas. El “gobierno del mérito”, según su etimología, significa que las vidas de los individuos deberían estar determinadas por sus méritos y no por factores tales como el azar, las circunstancias sociales o la herencia. La meritocracia, por tanto, no es un concepto descriptivo (no dice cómo es la sociedad) sino prescriptivo (cómo debería ser).

Como en todo ideal, su promesa de justicia resulta inalcanzable, pero señala algunas orientaciones correctivas a la acción política. El programa meritocrático implica, necesariamente, un punto de partida igualitario, para que en las diferencias futuras opere de manera determinante el mérito (entendido como una combinación de talento y esfuerzo). Estas medidas correctivas solo pueden resultar, en la práctica, parciales; educación pública y gratuita, redistribución de recursos, sistemas de becas y ayudas, etc. Todas estas son políticas claramente meritocráticas, porque apuntan a igualar las oportunidades, a nivelar el punto de partida en la competencia social.

Literatura, mérito y mercado

Pero no se trata solo de asignar recursos económicos, sino también bienes intangibles como el prestigio y la relevancia social. En una sociedad justa la fama y el éxito deberían ser, según el principio meritocrático, fruto de auténticos merecimientos personales, del trabajo, del esfuerzo y de los logros de los individuos. Esto se da solo en parte: ni en cuanto a recursos ni en cuanto a reconocimiento social nuestras sociedades llegan a ser plenamente meritocráticas. Quien asigna estos bienes es, en mucha mayor medida, el mercado. Vivimos en mercadocracias.

El mercado distribuye, premia y consagra siguiendo criterios de consumo. En la lógica de un mercado como el literario, por ejemplo, la calidad de la obra es solo una de las muchas variables que determinarán su éxito o su fracaso. Existen otras, como las modas literarias, el perfil mediático del autor, el gusto del público, etc. que inclinarán finalmente la balanza. Es verdad que hay excepciones, y que no existe un solo mercado, sino muchos, que asignan buenas obras a buenos lectores, y obras mediocres a quienes las prefieren; pero su lógica interna, ―he ahí la clave,― potencia a estos últimos. Lo mismo ocurre con el prestigio de los escritores.

Décadas atrás, autores como Borges, Sabato o Cortázar eran convocados con frecuencia por los medios de comunicación, y sus opiniones, sobre los temas más diversos, interesaban a muchos, tenían un peso y una influencia social. Hoy, nada parecido ocurre: nuestros talentos actuales permanecen desconocidos para el gran público y ese lugar es ocupado por los famosos de la tele, exhibicionistas o histriones varios. ¿Qué ha ocurrido?

Aquella incipiente meritocracia de los medios ha sido barrida por la cruda mercadocracia actual, la dictadura del rating y los likes. Y esta banalización de la oferta alienta a un público banal, lo propaga y reproduce. Fomentar una audiencia culta y exigente supone invertir a largo plazo: educación de calidad, esfuerzo e inteligencia. Una meritocracia del público no es rentable. Crear consumidores banales, en cambio, resulta fácil y barato para los medios. ¿Por qué no habrían de hacerlo?

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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.