Pocos saben que el primer nombre de pila de Fernando Pedro Riera (Bella Vista 1915-San Miguel de Tucumán 1998) era José, que nunca usó en su extendida carrera política, al igual que Leandro Alem, que siempre renegó de su segundo nombre -Nicéforo-. También son pocos los que conocen que Riera fue compañero de escuela de Celestino Ligio Gelsi y de Lázaro Barbieri. En su tierna niñez ninguno de los tres supuso nunca lo que el destino les depararía con el tiempo: gobernar Tucumán, uno por el peronismo y los otros dos por un radicalismo maquillado. En realidad, el nom de guerre de Riera en la política era “Don Fernando”, como se lo llamaba cariñosamente y con mucho respeto en todos los ámbitos. Por su humildad y su vida monacal extramuros el periodismo vernáculo lo bautizó como “El Santón de Bella Vista”, que quedó adosado a su personalidad.

Por Don Fernando, Evita Perón tenía una especial estima. Durante su estancia en Buenos Aires, cumpliendo su mandato de senador, Riera se enfermó y lo llevó a la residencia de Olivos hasta su recuperación, ocupándose ella misma de la salud de su huésped, algo que nunca hizo con ningún otro político. También el presidente Raúl Alfonsín guardaba por Don Fernando un alto respeto y en más de una ocasión le tiró una soga para sacar a este pago chico de sus endémicos problemas económicos, insolubles y agravados hasta hoy.

Mucho antes que José Alperovich y sin recurrir como hizo este a artimañas ilegítimas, ilegales e inconstitucionales, para justificar su tercer período, Riera fue electo tres veces gobernador de la Provincia con el respaldo consagratorio del voto popular, en elecciones limpias. Pero sólo asumió dos: 1950 y 1983. La segunda (año 1962) no pudo tomar el mando porque Arturo Frondizi decretó la intervención federal de la provincia por la presión militar de entonces, embardunada de un antiperonismo cerril y ultramontano.

Ese día tan lejano -recuerda este periodista, entonces un mocetón- Don Fernando, calladamente, se calzó los símbolos del poder a la sombra de un naranjo, en la Plaza Independencia, rodeado de sus seguidores, a sabiendas que era un acto sin sentido. En la ocasión, había revolcado en las urnas a Napoleón Baaclini, candidato de la coalición opositora, fogoneada por Gelsi. Cumplida la ceremonia, se retiró a su modesta casa de Mendoza al 100, donde lo esperaba su hermana Cuqui, con quien mantuvo toda su vida un vínculo muy particular. Más que una atadura de sangre, su hermana fue su confidente y consejera. Muchos sensibles asuntos de Estado sólo lo conocían ella y su adorado hermano. Riera nunca se casó, su hermana tampoco, aunque la mitología urbana le atribuía al ex gobernador romances jamás comprobados. Una vez LA GACETA me envió a hacerle una entrevista. Me recibió en una pequeña sala con sofás en los que había que esquivar los resortes saltados. Fue un hombre de fe, de acendrada religiosidad católica.

Cuando se hizo cargo de la Casa de Gobierno, en propiedad, por segunda vez, ya Riera no era el de antes. Los años lo habían gastado y él había gastado los años (Borges dixit) y su salud estaba deteriorada. Hay una anécdota que lo pinta de cuerpo entero. Como gobernador, dirigía el mensaje al pueblo, inaugurando el año legislativo. Ante el asombro de la gente leyó dos veces la misma página. Él ni se inmutó. Jamás se dio cuenta. Claro, tampoco nadie se animó a marcarle la gaffe. Era de poco comer, enjuto, con trajes cruzados y sueltos, como si fueran de otros. Le deleitaban los helados, que prefería a cualquier plato de comida.

Era Don Fernando un santo varón laico, intocado dentro del peronismo, a quien todo se le permitía y aceptaba sin chistar. Entiéndase, un autócrata en estado puro, detrás de una sincera humildad. Ese es un patrón que caracterizó al peronismo desde su base fundacional con el General, cuyas expresiones se tomaban como palabra revelada. Las decisiones del Santón de Bella Vista nunca se contradecían, cualesquiera fueran.

El peronismo tucumano había elegido, en un congreso del partido, a Ernesto Silvano Corbalán como senador, en representación ante el Congreso de la Nación. Una comisión, entre los que estaban Olijela Rivas y Antonio Guerrero, le comunicó la decisión. Él, con voz casi inaudible les dijo: “Pero yo he decidido que sea Arturo (Jiménez Montilla) y le regaló una banca. Por sobre el mandato del PJ, él impuso su omnímoda voluntad y nadie dijo nada. Ese era el otro Riera, duro, inflexible, arbitrario y caprichoso, detrás de una figura aparentemente débil.

Riera afrontó en los dos períodos de gestión la carencia de fondos para funcionamiento del Estado y las protestas sindicales masivas eran moneda corriente, con demandas más allá de las posibilidades de la provincia. Pero el hecho de mayor trascendencia, en su segundo mandato, fue la revuelta policial, liderada por el “Malevo” Ferreyra, atrincherado en la jefatura. La rebelión se puso mucho más que tensa, con posiciones irreductibles de uno y otro bando, y una duración de días interminables sin una solución a la vista.

Las cosas llegaron a tal punto que don Fernando se vio obligado a pedir a su amigo Alfonsín el envío de tropas nacionales para reprimir la asonada. De inmediato, llegaron cientos de hombres de la Policía Federal, al mando del ministro de Defensa, Horacio Jaunarena. Los federales se disponían a avanzar contra los amotinados, pertrechados con tanquetas y armas largas. Don Fernando había amenazado con suicidarse, si no se solucionaba el conflicto. Para evitar lo que sería una masacre, Riera decidió ir a pactar personalmente contra los levantiscos. Desechó la custodia de la Policía Federal y fue solo acompañado por su secretario privado. Conversó con los revoltosos y consiguió que depusieran el enfrentamiento inminente. La palabra de Riera en el peronismo era palabra santa, con una autoridad moral que no tuvieron sus sucesores del mismo palo.

Sus dos administraciones, separadas una de otra por 31 años, no dejaron nada relevante para la historia tucumana, excepto la honestidad a rajatablas, que no es poco decir en el universo de la política. El peronismo pensó siempre que el Estado debía resolver todos los problemas, como si fuera una vaca lechera con una teta inagotable. El mismo Riera creía que con la empleomanía del Estado resolvía el problema social de la desocupación en una provincia paupérrima. Llegó a incorporar en la planta de la entonces Obras Sanitarias 5.000 agentes. Por supuesto, así no hay provincia que aguante.

Sin generación de recursos propios, lo más rescatable de la última gestión de Don Fernando fue la incorporación de la provincia al sistema de coparticipación federal de impuestos, en realidad, una idea de Alfonsín, a la que adhirió Riera. Murió en una dignísima pobreza, acaso con menos dinero que cuando llegó a la gobernación, en 1952. Un ejemplo que no imitaron algunos de sus sucesores. Por el contrario, saquearon al Estado.

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PERFIL

Rubén Rodó nació en Alpachiri, en 1935. Fue prosecretario de redacción de LA GACETA, corresponsal del diario La Razón y del semanario Confirmado. Colaboró en La Nación y La Prensa. Recibió el premio Domingo Faustino Sarmiento otorgado por el Senado de la Nación. Murió el martes pasado, el Día del Periodista.