- El narrador de Mis dos mundos hace una extraordinaria descripción de su idealización de las caminatas. Los personajes de tu último libro caminan esquivando la acción. ¿Cuánto se parecen estas caminatas a tu literatura?

- La caminata ha sido vista como actividad de solitarios. Andariegos, merodeadores, desocupados, forasteros, pobres, desclasados, vagabundos, gente que tiene demasiado tiempo, caminantes en general. También hay, claro, caminantes que no reúnen estos rasgos, para quienes andar a pie no es inevitable sino realización de un deseo, como es el caso de los paseantes urbanos, los que prefieren la naturaleza, o los peregrinos. Caminar siempre ha despertado sospechas. Si queremos destacar a alguien, lo ponemos a caminar, porque la caminata es no hacer casi nada y a la vez denota una actitud poco clara. Pienso que así como los caminantes son seres que inspiran desconfianza porque pueden representar cualquier cosa, y cualquier peligro se esconde en ellos hasta que quede claro qué es lo que buscan y qué intenciones los mueven, del mismo modo, a veces, mis “caminantes” parecen ignorar lo que se proponen. Pero en realidad el libro busca reflejar una situación que no se propone nada más allá de “decir”, de hablar sobre algo en particular -aunque no de manera directa. Lo advierte el epígrafe: “Pero no son lugares lo que busca la mirada viajera, son signos de lo lejos”.

- ¿La experiencia dramática es el más teatral de tus libros?

- Quizá sea el libro que habla de lo teatral de modo más directo. Creo que mis relatos son siempre un poco teatrales, en la medida en que por un lado la descripción de escenarios o entornos, y la descripción de acciones, antes que la narración de acciones propiamente dichas, es lo que predomina. En una oportunidad escribí un prólogo para otra novela, Boca de lobo, como si tratara del programa de una obra de teatro; El llamado de la especie está organizado en escenas más o menos concatenadas. La mirada está siempre en primer lugar. Me cuesta pensar en relatos que “encarnen” la acción, anécdota o como se llame, como si el mismo relato fuera traducción directa de algo que ocurre. Me parecen más adecuados relatos que construyan su propio escenario, donde el lector intuya que el límite entre ficción y hechos de la realidad es el mismo relato. Un poco como el teatro, donde lo que vemos es cierto, porque transcurre tal como se muestra, y a la vez es incierto, porque se rige como una representación.

- “El pasado es un libreto que se revela con intermitencias”, piensa Rose en la novela. ¿Cómo se vincula esta idea con las reconstrucciones que hacen los personajes de su pasado?

- Hay muchas formas de vincularnos y de pensar en el pasado. Uno no decide qué recuerdos conserva, ni cuándo se los olvida; tampoco sabemos muy bien por qué algunos recuerdos son más importantes que otros. También existen muchos tipos de recuerdos. Pero en general puede decirse que el pasado subsiste o se revela bajo la forma de recuerdos (aunque no de ese único modo), y sin embargo no estamos todo el tiempo pensando en nuestro pasado. Eso es una suerte. La idea de que el pasado se pone de manifiesto con intermitencias, que es un guión rector u obsoleto que nos señala lo vivido, sobrevuela la novela como si fuera lo único cierto que podemos saber sobre él.

- ¿Cuánto hay de Chejfec en sus personajes exiliados, como Félix?

- Hay algunas cosas, porque a veces tiendo a presentar ideas, en el sentido de tramarlas con lo que se cuenta. Y muchas veces, aun cuando sepamos que las ideas que aparecen en los libros no se corresponden necesariamente con las de los autores, en ocasiones el modo de desplegarlas y ponerlas en combinación es más revelador que lo dicho efectivamente. Creo que sobre todo hay una mirada un poco zombie sobre las cosas. A veces creo que me pertenece sólo porque la tomé de esos personajes que construí. Como esos préstamos de los que no conseguimos liberarnos, ya sea como deudores o acreedores.

© LA GACETA

La experiencia dramática *

Por Sergio Chejfec

Aunque vive a pocas calles, Rose supo de este bar gracias a Félix. Antes podía pasar por la puerta sin verlo, en gran medida porque su presencia a esa altura de la cuadra, a primera vista insignificante, no desentona con el ritmo sin novedades del barrio. Por otra parte es la manera de ser de Rose, que a veces mira sin ver. Tiempo atrás tuvo la larga impresión de haber entrado alguna vez. Es un recuerdo sin grandes detalles. Sabe que estuvo en el café y presume que pidió alguna cosa, seguramente una taza de té de hierbas, su bebida habitual desde hace una buena cantidad de años. Y supone también Rose que algo particular habrá advertido en ese momento, con toda probabilidad esa organización comprimida y la falta de espacio que más tarde darían al sitio su especial renombre. Por lo tanto no se trata de que no conociera el lugar sino de que lo tenía olvidado. Si se pone a pensar, verá que aquella ocasión -el té de hierbas, la sorpresa frente a un orden dispuesto de un modo tan poco habitual- pertenece ahora a una época prácticamente enterrada.

Es cierto también que Rose está acostumbrada a trances parecidos de recuerdos desdibujados: el pasado no es una presencia constante ni un bloque compacto del que una persona pueda servirse a voluntad, para recordar lo que se proponga u olvidar todo. A veces quisiera explicarle a Félix que, según su opinión, el pasado es un libreto que se revela con intermitencias, según picos y caídas -o lagunas- de fidelidad, un libreto en el que por otra parte la persona interesada no interviene sino lateralmente…

* Fragmento (Alfaguara).

Perfil

Sergio Chejfec nació en Buenos Aires, en 1956. Vivió en Caracas entre 1990 y 2005. Desde entonces vivió en Nueva York, donde ejercía la docencia en el máster en escritura creativa de NYU. Autor de novelas, ensayos y poemarios, entre sus más de 20 libros pueden mencionarse Lenta biografía (el primero publicado, 1990), El aire (1992), Los incompletos (2004), Baroni: un viaje (2007), Mis dos mundos (2008), Modo linterna (2013), Ultimas noticias de la escritura (2014) y Teoría del ascensor (2018). Beatriz Sarlo calificó su novelística como una de las más “intrigantes y sólidas en el panorama del castellano actual”. Su obra fue traducida al inglés, francés, alemán, hebreo y portugués.