Un libro de cabecera para los habitantes de esta provincia debería ser “Ensayo histórico sobre el Tucumán”. A 140 años de su edición original, la obra maestra del intelectual francés Paul Groussac continúa hechizando y cautivando a quienes tienen la dicha de frecuentarla. Es un volumen donde el rigor científico adquiere un tono mágico: la historia se abre a la vida e ilumina el presente. Posiblemente nadie haya escrito de ese modo tan imperecedero sobre Tucumán, y por eso mismo las páginas pasan con la misma ansiedad con la que hoy es posible disfrutar de las series que ofrecen Netflix y demás plataformas audiovisuales. No importa el tema, sino cómo está contado. Y Groussac se encargó de hacer a la tierra que lo acogió el mejor regalo que se pueda desear, como hacia 1882 enunciaron el prócer Nicolás Avellaneda, y el jurista y escritor Pedro Goyena, según recoge el prólogo a la reedición que acometió la Fundación Miguel Lillo para el Bicentenario a instancias del periodista e historiador Carlos Páez de la Torre (h).

“No conocemos otro libro que haya de esta manera completado el pasado y el presente de una provincia argentina. El señor Groussac ha pagado noblemente su hospitalidad a Tucumán”, escribió Avellaneda. Goyena manifestó en el diario La Prensa: “Groussac ha tributado a la historia tucumana el más grande y ceremonioso de los honores”.

El proyecto fue formalizado en menos de tres meses por la urgencia que implicaba la realización inminente de la Exposición Continental donde iban a ser presentadas las memorias descriptivas de las jurisdicciones del país. A los fines de participar en ese acontecimiento, el gobernador Miguel Nougués formó una comisión el 29 de octubre de 1881 donde Groussac presidía el equipo que integraban los abogados Juan Manuel Terán y Javier F. Frías, el profesor Inocencio Liberani y el erudito también de origen francés, Alfredo Bousquet. Nougués había ordenado que el trabajo estuviese listo para el 15 de diciembre: finalmente el 24 de enero de 1882, la comisión colocó el manuscrito en manos del gobernador, siempre según la nota de la Fundación Lillo, que está basada en “La cólera de la inteligencia. Una vida de Paul Groussac” (2005), de Páez de la Torre (h). Plazos tan exiguos llevan a conjeturar que la escritura de la memoria había sido confiada verbalmente a comienzos de 1881. Aún así, el resultado es maravilloso para el tiempo disponible: del producto original de 751 páginas con ilustraciones se desprende el “Ensayo histórico sobre el Tucumán”, que abarca el período 1400-1870, y que fue redactado enteramente por Groussac.

El “Ensayo” recrea magníficamente las injusticias que dominaron el paisaje local hasta el establecimiento de los jesuitas, y cómo las tendencias violentas y anárquicas prosiguieron su curso en los tiempos posteriores a la Declaración de la Independencia. Aunque su conocimiento le permitía internarse hasta el momento de la publicación, 1882, el sabio decidió detenerse una década antes con el criterio de que los hechos aún no habían adquirido un perfil definido y los protagonistas seguían vivos. “La historia contemporánea del país en que se vive me parece semejante a ese bosque temeroso que Dante y Virgilio atravesaron: los retorcidos troncos de los árboles han conservado la vaga forma humana; las ramas se extienden como brazos suplicantes y, si para abrir su camino, el viajero corta una de ellas, se escapa del árbol mutilado un grito de dolor y de las rasgadas fibras salta, en lugar de savia, un largo chorro de sangre”, explicaba.

La prudencia del autor respecto de su tiempo no hizo más que jerarquizar su mirada sobre el pasado. En una página memorable del “Ensayo”, manifiesta Groussac que hacia el final de la colonización la corrupción había ganado todos los estamentos de la entonces comunidad tucumana.

“El cáncer del peculado en la sociedad civil y de la simonía en la religiosa roían al organismo colonial. Los corregidores compraban artículos a los comerciantes y obligaban a los indios a adquirirlos a cualquier precio, aunque no los necesitaran. Las leyes minuciosas que prohibían tener tratos y negocios, aunque fueran lícitos, parecen una amarga ironía al lado del escandaloso robo abierto”, narra el autor para concluir que los impuestos recaudados con violencia jamás llegaban a la Corona, sino que quedaban en manos de los que mandaban. Esa venalidad, según Groussac, persistió luego en el orden instaurado por los criollos, donde las pulperías eran ya “la causa directa de los crímenes” cuando no de la pobreza eterna de la clientela.