– No sé qué es lo que quieres decir con eso de la «gloria» –observó Alicia.
Humpty Dumpty sonrió con desdén.
– Pues claro que no…, y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir: «ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada».
- «Gloria» no significa: «un argumento que deja aplastado» –objetó Alicia.
- Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
– La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
- La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda…
(“Alicia a través del Espejo”, Capítulo VI, de Lewis Carroll)
El domingo a la noche, el presidente Alberto Fernández mandó al pueblo justicialista a festejar. Su mensaje rendía tributo a una extendida tradición kirchnerista: la celebración del desastre. Los tucumanos lo sabemos bien: el 10 de diciembre de 2013 había muertos por decenas en nuestras calles anarquizadas por saqueadores seriales y vecinos armados para defender sus casas, dado que la Policía estaba de huelga. En simultáneo, Cristina Fernández de Kirchner bailaba en Plaza de Mayo. Era la anfitriona de una fiesta por el Día de los Derechos Humanos, que habían sido suspendidos de hecho en toda una provincia. Tal vez Tucumán no era entonces territorio argentino, como tampoco lo es hoy Córdoba, en la reciente interpretación del Presidente que no considera argentinos a todos los argentinos.
“El miércoles, que se celebra el día de las militancias, llenemos la Plaza de Mayo y celebremos este triunfo como corresponde”, arengó el jefe de Estado en el luctuoso bunker del Frente de Todos en Chacarita. Abajo lo apludían con el júbilo hervido en trapo y lentejuela. Porque el oficialismo había perdido los comicios. Pero no era cualquier resultado adverso, dado que la democracia está hecha de triunfos y reveses en las urnas. No. Lo del domingo fue histórico. Alberto era el mariscal de la peor derrota del peronismo en sus 75 años de historia. Y esa derrota no sólo fue electoral: también fue política e institucional. El PJ nunca perdió el control del Senado de la Nación en los 38 años de democracia ininterrumpida que transita la Argentina. El peronismo podía ganar o perder la Presidencia, y retener o sacrificar la provincia de Buenos Aires, pero la Cámara Alta jamás. Ese era un reducto inexpugnable. Si hubiese sido un territorio autónomo, podría haberse llamado “Peronistán”. Alberto logró lo inimaginable: desperonizó el Senado. Y en la provincia de Buenos Aires mordió el polvo el gobernador fetiche de la Vicepresidenta, Axel Kicillof. A principios del año que viene, Máximo Kirchner asumirá la presidencia del PJ bonaerense, deslegitimado por el derrape electoral.
¿Qué festejan? Hay dos planos para responder el absurdo de semejante pregunta.
Profesión de fe radical
El primer plano es el de las expectativas. Evidentemente, el Gobierno esperaba perder por mucho más. Como considera que la paliza no fue “tan” atroz, estalla la alegría. Aquí surge una primera explicación: Alberto Fernández es un conspicuo referente del peronismo porteño, que sólo sabe perder. Entonces, haber perdido en todo el país por “sólo” ocho puntos porcentuales debe ser para él una genuina satisfacción. Pero debajo de esa cuestión identitaria se incuba un hecho todavía más revelador: si el oficialismo se ha entregado al festejo de las derrotas, al país lo está gobernando el ala antiperonista del peronismo.
“El triunfo no es vencer, sino nunca darse por vencidos”, dijo el miércoles el presidente del PJ nacional. Pero estaba haciendo profesión de fe radical. Desde el fundador de la UCR, Leandro Alem, quien pregonaba que era preferible perder elecciones antes que resignar principios; hasta Raúl Alfonsín, quien advertía que si la sociedad se “derechizaba”, la UCR debía prepararse para perder comicios, pero nunca tornarse conservadora.
El peronismo, en cambio, fue liberal y conservador; estatista y privatista; organizador de cumbres antiimperialistas y proclamador de las “relaciones carnales” con EEUU; y abrazó la doctrina social del catolicismo y también le declaró la guerra a la Iglesia argentina. Su bandera de la “independencia económica” flamea ahora para demonizar al FMI, al igual que ondeaba cuando Néstor Kirchner le canceló todo lo que se le adeudaba en un solo pago y con las reservas del BCRA. Y está la “soberanía política”, esa genial creación de la flexibilidad de Juan Domingo Perón: “Nosotros somos colectivistas, pero la base de este colectivismo es de signo individualista”. Es decir, hay peronismo para todos los gustos.
La conclusión es que se pueden resignar incontables principios, pero nunca perder elecciones. Las ideas, los ideales, importan en el peronismo. Y mucho. Pero están en un segundo plano con respecto al poder, al cual se accede a través de las urnas. Dicho en palabras del “Pocho”: “la única verdad es la realidad”. Léase: lo que no es real, es decir, lo ideal, lo ideológico, no es “tan verdadero” como el resultado del escrutinio.
Convocar a celebrar el desastre electoral y llamar a militar en el PJ el derrotismo con tono triunfalista es de lo más antiperonista que se consigue. Ni hablar de haber sustituido la “realidad” como “única verdad” por el dogma de Victoria Tolosa Paz: “A nosotros nos tocó perder ganando, ellos pueden haber ganado perdiendo”.
Si no les gusta el peronismo, por lo menos tengan por él un poco de respeto, considerando que gobiernan gracias a sus votos y en nombre de su recuerdo.
Para mayor desmadre, el Gobierno nacional se embarcó en la práctica del antikirchnerismo. Y la abanderada en esa cruzada desquiciante fue Cristina.
En primer lugar, todo cuanto hicieron desde el poder logró que los “K” terminaran terceros en Santa Cruz. Ya salir segundos hubiera sido una herejía. Lo del domingo fue blasfemo. Pero el antikirchnerismo de este capítulo “K” tiene que ver con cuestiones más profundas. O si se prefiere, históricas.
Néstor Kirchner asumió en 2003 en la debilidad política: Carlos Menem había sido el más votado en la primera vuelta y no se presentó al balotaje: privó al patagónico de la legitimidad de origen que otorga el triunfo. El santacruceño juró con sólo el 23% de los sufragios e inventó la “transversalidad”. Abrió las puertas de su proyecto político de par en par para convocar desde referentes de la resistencia peronista de los 70 hasta alfonsinistas renegados de la Alianza, pasando por organismos de derechos humanos.
Contra ese legado, esta gestión perdió en las PASO y su respuesta fue cerrarse aún más sobre sí misma. Para el recambio llamaron a tres ex ministros: Juan Manzur, Daniel Filmus y Aníbal Fernández. No aprenden ni de su propio pasado. El resultado está en las urnas.
Todo lo cual nos lleva al segundo plano para contestar la inverosímil pregunta: ¿Qué festejan? La respuesta no está en el terreno de las expectativas, sino de la más acuciante necesidad.
El presente impresentable
Cuando Néstor Kirchner llegó a la Presidencia de la Nación, el oficialismo emprendió la tarea de reescribir la historia reciente. Había una necesidad concreta: darle al kirchnerismo credenciales de progresismo, derechos humanos e ideología de izquierda. “La izquierda da fueros” era el apotegma internacionalista en la región a comienzos de este siglo. Se ingresaba así al club de mandatarios latinoamericanos que sí acreditaban esas condiciones. Por eso, el discurso kirchnerista no se remonta sino hasta los 70. Mientras Hugo Chavez tomaba carrera hasta Simón Bolívar, aquí el setentismo revisado era el origen del todo.
Ahora el oficialiso emprende la tarea de reescribir el hoy. Y también tiene un motivo: el presente del kirchnerismo es impresentable.
Los líderes del movimiento son megamillonarios; “la jefa” cobra por mes el equivalen a 100 jubilaciones mínimas, y reclama un retroactivo de nueve cifras; y el funcionariado “K” ha hecho historia en expedientes como “Obra Pública”, “Ruta del Dinero K”, “Cuadernos de la Corrupción” y “Ciccone Calcográfica”, entre otros oprobios inolvidables. Todos estos abanderados de la redistribución de la riqueza, además, están prolijamente libres. Frente a semejante realidad, mejor empezar a fabricar una “verdad” que no esté anclada en los hechos. Entonces, de los creadores de “Justicia Legítima” llega el relato de que todos fueron víctimas del “lawfare”. Ahora, por suerte, los jueces tienen las manos desatadas y gozan de plena libertad para aplicar el derecho...
En cuanto a los problemas económicos y financieros, y sobre todo en lo referido a la tragedia de los indicadores sociales de pobreza, indigencia y desempleo, todo es culpa de la gestión anterior. No es que el macrismo algo de responsabilidad (porque la tiene, es obvio), sino que es el único y excluyente responsable de todo este desastre. De todo. Es que antes de 2015, este país era el emporio celestial de la igualdad. Digamos todo…
Por supuesto, no es gratis optar por un ejercicio del poder divorciado de los hechos. A cambio de establecer el relativismo de “lo real”, el antiperonismo gobernante le ha hecho perder consistencia al peronismo. Primero, la inseguridad no era real, sino una sensación. Luego, el “dólar blue” no reflejaba la situación económica, sino sólo las “expectativas políticas”. Después, haber perdido en 13 distritos (incluyendo los más determinantes en términos electorales) de los 24 era un hecho a “celebrar como se merece”. El precio para semejante irrealidad es que ahora se tornan relativos hasta los más señeros dogmas oficialistas.
Aquello de que “los muchachos peronistas / todos unidos triunfaremos” ya no trabaja más aquí. Después de tanto fanatismo negacionista, en boca del populismo perdidoso, todo cuanto era cierto se vuelve dudoso.