¿Por qué la república? ¿Por qué enunciarla, desearla y proponerla?, ¿por qué auspiciarla y defenderla? ¿Acaso no es sólo un modo más, entre tantos, que establecieron los hombres para que aglutinarse no se trasforme tan luego en una horda descontrolada, una masa informe, un amontonamiento caótico o un grupo faccioso, sino en un colectivo organizado sobre bases políticas y éticas? No, claro que no. La república es la culminación de la evolución de un sistema ideado por el hombre donde el habitante, transformado en ciudadano, se convierte en el valor supremo y es quien, en definitiva, decidirá sobre sus destinos. Para él ya no habrán dioses ni reyes ni tiranos. Así, habrá constituido una sociedad de iguales.

Eso que llamamos sociedad no es otra cosa que una construcción, una ortopedia cultural. Porque el ser social puede perfeccionarse allí donde el hombre imperó con la cultura. Pertenecer a la sociedad implica antes, y primordialmente, dejar de ser animal biológico para convertirse en animal simbólico. No otra cosa viene a significar el zoon politikón aristotélico: el hombre es un animal que tiene por esencia vivir en sociedad, en una polis.

El escenario griego es el ámbito donde las miradas de Occidente convergen cuando se trata de encontrar el embrión de ese sistema que perdura desde hace más de dos milenios. Fue Platón en su tríptico quien lo esbozó teóricamente, desde la República, ideal y aristocrática, pasando por el Político, hasta concluir con Leyes, su obra de la vejez. Aunque la politeia griega no tenía el significado que le damos en el presente al marco de convivencia republicana fue, sin dudas, la fuente nutricia donde abrevó el pensamiento renacentista. Pero la andadura del ideal republicano, como actualmente lo conocemos, no se concreta sino en el modernismo de la mano de Locke y Montesquieu. A partir de ellos el hombre abandona la minoría de edad política y se emancipa de todos los tutelajes, salvo de aquel que será el marco que pasará a regularlo: la ley. Quien gobierne deberá estar sometido al control de la ley y de los otros dos poderes que lo escrutan. El unanimisno, por lo tanto, no existe en la república.

Pero la rémora del estado prepolítico, donde habita la tribu o la masa, sigue presente en los modos que se imponen a través de líderes mesiánicos, portadores de la palabra revelada, que derraman con su caudillismo redención a un pueblo pasivo, cuyos integrantes renuncian a ser sujetos de derecho para convertirse en objetos del jefe-patrón. Convertidos en clientes del sistema no sólo pierden autonomía sino algo más grave: dignidad. Este clientelismo de masas, al decir de Roberto Cortés Conde, inmerso en una autocracia, es lo que se da en llamar populismo.

Por eso la opción por la república implica una toma de posición, un juicio de valor sobre la manera que tenemos lo humanos de cohabitar, sabiendo, desde luego, que el esquema de la república no es inmutable sino inconcluso, que exige de quienes lo emplean el continuo perfeccionamiento. Sólo la república educa, porque necesita ciudadanos libres alimentados en su singularidad que los hace únicos. Al contrario, la autocracia, como requiere de seres uniformes, autómatas, homogeneizados en su obediencia, sólo adoctrina.

Es, entonces, deber de la educación despertar la vocación republicana que tiene por base la autovaloración y el sentido de la responsabilidad frente a sí y frente al prójimo. Educar para la república, república para educar, ese debería ser el mandato de la hora actual, junto a la premisa de no olvidar que la vida republicana más que un sistema de gobierno es un modo de autopercepción: el de sabernos libres, singulares y dignos.

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Jorge Daniel Brahim – Editor y escritor.