Querido Eichmann, la nueva novela de Marcos Rosenzvaig nos hace sentir la incomodidad desde la lectura misma del título, desde la asociación entre un adjetivo que remite al afecto y un nombre propio que no podemos dejar de aborrecer. Se trata de una ficción sobre el tiempo que Adolf Eichmann vivió en Tucumán. La voz narradora es la del mismo jerarca nazi, quien fuera ideólogo del asesinato de millones de personas y un eficiente organizador de campos de exterminio.

La novela empieza por el final: una celda de geometría asfixiante, el calor que se percibe en los movimientos de una lagartija, los pasos de un guardia que llegan al condenado como último signo vivo del afuera, un castigo casi final (todavía espera la horca) para un ser atormentado por persecuciones reales e imaginarias. Rosenzvaig tiene un talento especial para hacernos sentir la solemnidad, la densidad, la ironía de ese momento último. Nos transporta al punto espacial del personaje, a esa corriente de aire donde flota un sentido trascendente, individual y universal al mismo tiempo.

Luego hay un salto hacia atrás, un breve capítulo donde vemos a un Eichmann adolescente sufriendo el maltrato de sus compañeros de colegio y de su padre, quienes castigan todo rasgo de debilidad con golpes y humillaciones. Este caldo de cultivo de resentimientos y heridas narcisistas nos empieza a pintar el paisaje afectivo del personaje; no como explicación de una personalidad, sino como un cuadro de diversos tonos de fragilidad, soledad y miseria. El amor impropio que vive con su hermana parece haber sido el único refugio de aquellos años. La única ternura posible tiene entonces la contracara del rencor, del resentimiento, de la sordidez que reaparece en la novela en la relación que Eichmann desarrolla después con una niña de doce años, y que va a desatar uno de los núcleos dramáticos de esta historia.

Entre nosotros

Ya en Tucumán, ocultando su identidad bajo un nombre falso, Eichmann trabaja en la construcción de una represa, mientras sueña con recrear el nazismo conquistando la Argentina como territorio para el IV Reich. La mayoría de sus movimientos bordean el ridículo y la novela se despliega sobre un lenguaje irónico que por momentos se corta por la emergencia de situaciones violentas y las nefastas reflexiones que hace el personaje sobre su propio rol en la historia. Eichmann es paranoico y desconfiado, teme a supuestos judíos encubiertos, pero, en medio de las caras mestizas y originarias, encuentra seguidores que quieren luchar por la victoria de su proyecto. Estos personajes, que llegan a ser simpáticos dentro de lo patético, se preguntan tímidamente cómo podrían ser aceptados dentro de la raza aria.

Como parte de los trabajos en la construcción de la represa, Eichmann organiza traslados de obreros. Presume su probada eficiencia en la organización logística y el armado de infraestructuras. En su trabajo está su saber, su potencia para accionar sobre el mundo, su poder. Como pasa con las arañas, que incluso encerradas en cajas continúan produciendo tela, Eichmann hace lo que sabe hacer; necesita hacerlo para seguir siendo quien es. En esta simple mirada se pone al descubierto un mecanismo que construye la maquinaria de las grandes tragedias colectivas, de esos rumbos donde se anudan decisiones conscientes y automatismos.

Quien esté familiarizado con las obras de Marcos Rosenzvaig reconocerá un motor común en sus historias: la pregunta incesante sobre el sentido de la vida, sobre las decisiones, sobre el qué hacer con el tiempo vital siempre insuficiente. La novedad en este caso es que no se elige una figura empática, sino un personaje abominable que, ya camino a su caída, comparte el destino de sus víctimas: “Numerosos hombres hacen fila para morir, mientras tanto respiran…”

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