“No necesitamos el proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural”. Las palabras del papa Francisco fueron evocadas por el arzobispo de Tucumán, Carlos Sánchez, durante su homilía del martes pasado con motivo de la celebración del patriótico 25 de Mayo de 1810. El pastor católico hizo hincapié en que es necesaria una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones.

En Buenos Aires, el sermón del cardenal Mauro Aurelio Poli para la Argentina sintonizó el mismo espíritu. “Escuchando el grito de libertad e independencia que recorre nuestra historia y llega hasta nosotros cada vez que la celebramos, decimos que hay un solo destino colectivo para nuestro pueblo: fraterno, solidario, con educación, salud y justicia, con igualdad de posibilidades para el acceso a la tierra, al techo y al trabajo, valorando y respetando la vida de todos”. El prelado expresó que “si hay voluntad de acordar dialogando, podremos achicar las diferencias y estaremos más cerca de lograr ese destino común”.

El mensaje de Mayo de la Iglesia católica, entonces, consiste en la búsqueda de una política de comunión de intereses antes que en la del antagonismo de las representaciones. O, para sintetizarlo en el título del libro que en compila los ensayos de Arturo Ponsati publicados en LA GACETA entre 1987 y 1996, la “Democracia como amistad política y amor fraterno”. “La tragedia de las democracias modernas, decía Ponsati siguiendo a Maritain, consiste en que ellas mismas no han logrado aún realizar la democracia. (…) El proyecto de un orden vivificado por la inspiración del amor fraterno, al que llamamos, indistintamente, solidaridad o amistad (cívica o política)”, sintetiza el prólogo de los editores Hernán Frías Silva, Daniel Lecuona, Ramón Eduardo Ruiz Pesce y Marcos Silvetti.

Pero contra la concepción a la que abonaba el intelectual tucumano fallecido en 1998, en la década siguiente (la primera del nuevo siglo), la Argentina y América Latina comenzaron a vivir con intensidad un fenómeno que, si bien no era nuevo, adquiría una dinámica casi inédita en la región: el populismo. Un argentino fue uno de los mayores teóricos de esta corriente: Ernesto Laclau. En el prefacio de “La razón populista”, el filósofo manifiesta, en la indagación sobre la lógica de la formación de las identidades colectivas, su insatisfacción respecto de las perspectivas sociológicas que “consideran al grupo como la unidad básica del análisis social”.

“Lo primero ha sido dividir la unidad del grupo en unidades menores que hemos denominado demandas: la unidad del grupo es, en nuestra perspectiva, el resultado de una articulación de demandas”, sostiene. Luego, en el Capítulo IV, traza una aproximación al populismo a partir de tres dimensiones:

• La unificación de una pluralidad de demandas en una cadena de equivalencias.

• La constitución de una frontera interna que divide a la sociedad en dos campos.

• La consolidación de la cadena de equivalencias mediante la construcción de una identidad popular.

La lógica populista, entonces, estatuye una exclusión dentro de la comunidad donde se implanta. Traza un límite antagónico que separa, de un lado, a quienes se reivindican como el verdadero pueblo a partir de una identidad eslabonada por demandas insatisfechas. Es decir, excluidos de un sistema que satisface otras demandas, de otros que no son “ese” grupo legitimado por esa cadena de equivalencias. O, en el discurso populista, que no son parte de “ese” pueblo legítimo.

En esta razón de naturaleza profundamente binaria, los que no reclaman las mismas demandas están, lógicamente, en contra del verdadero pueblo. Lo cual se confirma en la oposición de estos “otros” con respecto al líder, en quien el grupo constituido por una pluralidad de demandas, se identifica. En quien encuentra identidad.

Ahora bien, el populismo no es sólo un fenómeno socio-político. Es, también, una fenomenal herramienta de gobierno, a la vez que una eficientísima estrategia electoral. Estos elementos son, acaso, los que conspiran con más ahínco para conjurar una política de la concordancia como la que ha postulado la Iglesia esta semana. Especialmente si se tiene en cuenta que este es un año trascendentalmente electoral.

“¿Por qué funciona el populismo?” es el título del libro que la politóloga María Esperanza Casullo publicó en 2019 y en el que da cuenta de que la vigencia del populismo radica en su forma más o menos convincente de explicar el mundo. Los hay tanto de izquierda (Evo Morales o Hugo Chávez), como de derecha (Donald Trump).

“Los mitos populistas son políticos porque son operativos: una vez que se ha designado a un ‘otro’ y se ha explicado por qué y cómo este ha actuado contra ‘nosotros’, es más sencillo legitimar políticas que recorten su poder. Los mitos populistas no son simplemente ‘cuentos’, están anclados en situaciones ‘reales’ (si se me permite el término) vinculadas con demandas de actores sociales que experimentan -o creen experimentar- injusticia y exclusión. Asimismo, lo que se busca es movilizar el apoyo activo del ‘nosotros’ al alertar sobre el carácter épico de la lucha por la redención popular”, pauta la investigadora.

El populismo “K” identificó con ese “otro” a sectores de la oposición, del empresariado, de la Justicia y de los medios de comunicación, a quienes asignó el papel de sostenes y legitimadores de un sistema de generación de pobreza y exclusión al cual el kirchnerismo venía a reemplazar por la redistribución de la riqueza. Consecuentemente, los “enemigos” (dice Casullo que el término “adversario” es de la socialdemocracia y el liberalismo, pero lo que el populismo crea son “enemigos”) buscaban derrocar al Gobierno. Eran “destituyentes”.

En cuanto al macrismo, “fue sin duda muy exitoso, no en volverse totalmente populista (sería una exageración sostener esto), pero sí en avanzar desde un discurso tecnocrático liberal basado en los diplomas, que enuncia la obligación del sacrificio perpetuo y se legitima en los saberes técnicos, hacia un mito narrativo que planteó con claridad un adversario moralmente repugnante (el kirchnerismo), un nosotros inclusivo (los argentinos que trabajan y no ‘viven de un plan social’), un daño sufrido en el pasado (la corrupción kirchnerista y los setenta años perdidos por el populismo) y un horizonte de redención en el futuro (expresado en el nombre de la alianza electoral: ‘Cambiemos’)”.

Pero, como se dijo, además de ser eficaz para gobernar, el populismo es también eficiente en términos electorales. La propia Casullo lo explicó en Tucumán dos años antes de publicar su libro, cuando dictó un postgrado en el marco del “Trayecto curricular de especialización en Ciencia Política” que se dictó en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNT.

Casullo planteó la complejidad de realizar campañas electorales en sociedades fragmentadas. Su ejemplo, a modo de metáfora, consistía en preguntar que debería decir un folleto político que se deja en un hogar donde los miembros de la misma familia tienen intereses contrapuestos ya no sólo en términos de ideología política sino también en materia de identidad de género, legalización del aborto, educación laica o confesional, pública o privada, y respuestas a la inseguridad y a la pobreza. La respuesta, sintéticamente, es el populismo. El trazado de una frontera, de una fractura, de un “clivaje”, que divida al electorado en dos, en el que cada candidato trata de que la mayor parte de los votantes quede de su lado. “Peronismo vs. Antiperonismo”, “Macrismo vs. Antimacrismo”, “Kirchnerismo vs. Antikirchnerismo”, y siguen los ejemplos. Todos ellos sintetizados en una expresión: “la grieta”.

En esa dinámica, la “cadena de equivalencias” de Laclau es determinante: lo que se construye es una “cadena de daños” donde cada sector político busca que se identifiquen con su oferta electoral la mayor cantidad de “dañados” por el otro espacio contra el cual se compite. El que eslabona la “cadena de daño” más larga, sencillamente, gana la elección.

“Es usual recomendar moderación a los populistas”, identifica Casullo en su libro. “El problema es por qué ellos la adoptarían, toda vez que la radicalización funciona. El antagonismo político, encarnado en un discurso mítico, narrativo y emocional, resultó clave como estrategia política de supervivencia”, diagnosticó.

El populismo, así, deviene poderoso instrumento electoral y de gobierno. Y atenta contra la concordia que demanda la Iglesia católica. Sin embargo, el pedido de los obispos no es utópico ni carente de realidad. El modelo político de eterna reyerta que propone el populismo se desgasta y la sociedad argentina viene mostrando una tolerancia cada vez menor. Por caso, Casullo advierte que, en 2015, el macrismo ganó los comicios con una campaña cuyo discurso era “la promesa de un bienestar social sin intromisión de la ideología”. Después viraría hacia “la arenga para recuperar el sistema que fue corrompido, justamente, por las prácticas populistas del kirchnerismo”. Ni hablar de la resistencia que hoy, en tiempos de coronavirus y de crisis económica, genera cualquier pelea política para buena parte de los ciudadanos.

El desafío que los tiempos de la pandemia parecen plantear a la ciencia política, entonces, es la construcción de nuevas herramientas para gobernar y para hacer proselitismo. Es decir, el pospulismo.