CRÓNICA

FORMAS PROPIAS

MATÍAS FERNÁNDEZ BURZACO

(Tusquets – Buenos Aires)

Hay un neumonólogo, Marco Solís, que trabaja en el Hospital Güemes, en Buenos Aires. Es, se intuye en la lectura de Formas propias - Diario de un cuerpo en guerra, el primer profesional que le habla directo al paciente y no a sus padres. El paciente se llama Matías Fernández Burzaco y es el autor de este librazo. Tiene 23 años y padece una enfermedad poco común: fibromatosis hialina juvenil. “Fabrico más colágeno de lo normal, más piel, más tejido conectivo, y así nacen estos bultos redondos, los nódulos, que son tumores benignos, las pelotas que se ven en las fotos”, cuenta en las primeras páginas. Son nódulos externos que se ven a simple vista, pero los internos son los que más le duelen. 65 casos en el mundo; dos de ellos, en Argentina. “Qué raro soy, qué deforme, y lo voy a contar todo. Mi cuerpo está muerto; mi cerebro, demasiado vivo”. La postura de Solís parece señalar un esperado quiebre en la vida de Matías.

En estos días, Matías fue entrevistado por varios periodistas en su casa del barrio de Flores. Esas notas popularizaron su historia, conocida antes en el ambiente literario. Escribe como los dioses. Sobre todo notas de deportes. Pero también introspectivas. Página/12, Diario Popular, La Nación, Perfil, La Agenda y Orsai. Hizo talleres literarios pero además, se nota, le pone el alma a cada palabra. El suyo es uno de los libros de los que más se habla desde que salió publicado, en mayo. Un hecho justificado. Además es rapero y por estos días se podrá escuchar su primer disco en plataformas digitales. Tiene algo que no tiene cualquiera: amigos que lo bancan, que lo acompañan al médico, que se ríen de y con él, que lo llevan a fumar porros a una plaza, que lo cambian en su casa y que le compiten en los videojuegos. También lo asesoran previo a su debut sexual. Para escribir, Matías apela a un mousse y un teclado en la pantalla de su computadora.

En primera persona

Josefina Licitra, periodista, escritora y pareja del padre de Matías, cuenta en el prólogo que fue un profesor de la escuela de periodismo a la que él asistía quien lo incentivó a escribir su historia. “Escribí sobre tu vida antes de que lo hagan por vos”, lo pinchó Marcelo Rodríguez. “Si hay un tiro libre no lo tiene que patear Mascherano. No va: lo tiene que patear Messi. El libro lo tenés que hacer vos”, recuerda aquel diálogo Matías. “No quiero quedar como un ejemplo de vida, ni que hagan notas tituladas ‘La historia de superación de Matías’”, temía. Imposible escribir sobre nada y lo que hay es mucho. Así que Fernández Burzaco se largó a contar.

Cuenta que sus padres se separaron pocos años después de su nacimiento. Se quedó viviendo con su mamá y sus dos hermanos mayores. Que su mejor amigo (o el único, en ese momento) se le acercó a los seis años en el colegio y se animó a llevarlo con la silla de ruedas. “Tenía pocos nódulos pero la enfermedad se me notaba”, escribe Matías. Ese amigo que le vaciaba su paquete de Twistos se quedó para siempre con él. Cuenta que otros, en cambio, lo ven “raro entre los raros” y se acuerda de una chica que, muerta de miedo, se abrazó a la madre cuando pasó a su lado. También cuenta que una vez sus padres se fueron a hablar con la pediatra y que los vio discutir. “No sé de qué hablan”, pero tiene 13 años y se da cuenta de que nunca supo nada de él mismo: “Me pregunto si me detectaron un cáncer o si me moriré en las próximas horas”.

Liberación

Cuenta que vive percibiendo el dedo señalador de quienes se sorprenden por su apariencia física. Así como la nena mencionada, también lo señalan médicos, viejitas y cualquier persona. Una vez se cansó de llevar puesta la duda sobre su pasado y fue a visitar a su pediatra, Fernanda de Castro, quien le entregó los papeles de su historia clínica. Ahí empezó no sólo este libro sino algo que tal vez pueda entenderse como liberación. Pudo liberarse de cierta dependencia. En eso, describe, tuvo que ver su médica actual, Florencia Cordeu.

Por iniciativa de su madre, un día apareció en su casa Mayra Ordóñez. Ella es la otra persona del país que padece la misma enfermedad. Matías no la pasó bien y trató de no mirarla: “Ahora entiendo a esos ojos que, en la calle, se desvían para mirarme”. Por su casa desfilaron y desfilan enfermeros y enfermeras. Algunos con buena onda. Otros medio insoportables. Había una que era tan religiosa que lo despertaba para rezar. Un día él le dijo que su dios era Messi. De hecho, su habitación es un culto al mejor jugador de fútbol del mundo. Hubo otra, Verónica, que fue a llorarle a él porque la echaron de su casa. Y una brasileña que gustaba de su papá, le cortaba el pelo a su mamá y creía que la homosexualidad es una enfermedad.

Buenas y malas

La vida según Matías tiene cosas buenas y de las otras. Cuenta que le encanta el fútbol y que va a ver partidos a la plaza con sus amigos. A veces le hace bien, cuando lo llevan en la silla de ruedas, quedar de cara al cielo y mirar y pensarlo. Otras veces tiene miedos. Uno de los últimos: “A no disfrutar. A no disfrutar nunca más. (...) No vas a disfrutar, me dice la voz. ¿No ves que te preparaste sin sentido? No servís para nada. Estás traumadito”.

El sexo es otro de los temas que cuenta. Sus brazos perdieron fuerza y no puede masturbarse vestido. Le gustan las mujeres pero teme ser gay. Las líneas dedicadas a contar su debut sexual son imperdibles. No sólo por el momento sino por lo que siguió a esa primera vez. Que son los amigos celebrando el acontecimiento. Fueron a la panadería del barrio por medialunas y torta. La panadera, que lo conoce, le hizo bromas. “Mi cara parece linda, feliz”. Más tarde, al regresar, su mamá le preguntó cómo estuvo durante “esas horitas en que mami se fue”. “Increíble”, le contestó.

Posiblemente sean relatos felices aún cuando en principio uno crea que no lo serán. Sería como una mezcla agridulce que va desde la alegría que siente Matías cuando el doctor Solís se dirige directamente a él, hasta la tristeza de ese final algo sombrío: “Mi cuerpo parece el de un humano que estaba a punto de transformarse en un monstruo pero se trabó, se quedó en la mitad del proceso. Mitad vida, mitad muerte”.

ALEJANDRO DUCHINI - PARA LA GACETA