Puede ser despareja, como les sucede a muchas antologías, pero “Love, death & robots” (“Amor, muerte y robots”) propone un salto de calidad entre el aluvión de contenidos que Netflix ofrece. En su segunda temporada, la selección de cortos animados que conforman “LD&R” mantiene una saludable diversidad de autores, narrativas y estéticas, aunque se achicó en cantidad de capítulos. Son 8, contra los 18 estrenados en la primera parte. Y como es habitual en las antologías siempre hay un episodio que se recorta sobre el resto, uno que atrapa, conmueve y, por sobre todo, interpela al espectador. “El gigante ahogado” es de esas historias que se reiteran como un loop en la memoria. Hay algo allí, sin dudas, en lo que vale la pena pensar.

En la playa de un pueblito de pescadores aparece una mañana el cuerpo de un gigante. Todo indica que murió ahogado. Corre la voz y los vecinos se congregan en torno al gigante. Primero lo miran desde lejos, después se acercan, hasta que alguien se anima a trepar y a saludar a la muchedumbre desde la atalaya de ese torso enorme y exánime. De allí en más al cuerpo del gigante es un patio de juegos, una pieza de mobiliario urbano a la que se vulnera y grafitea, una atracción circense. La novedad del momento, usable y descartable. Casi un producto del mercado.

Entre esa multitud superficial y excitada emerge Steve. Es el único que aprecia la humanidad del gigante, que lo mira con otros ojos. Su punto de vista, desplegado desde una omnipresente voz en off, lleva la historia a otro plano. Steve no se pregunta quién es el gigante, de dónde vino, qué le sucedió, por qué yace desnudo en la playa. Sólo al pasar se remite a “La Odisea”, buscando algún anclaje más literario que científico -por más que se reconozca como tal- en el afán de explicarse qué está sucediendo.

La de Steve es una narración pausada y reflexiva, un soberbio trabajo vocal de Steven Pacey sobre un texto en el que abundan las descripciones precisas, la introspección, el escepticismo. Es una voz melancólica, profunda como los ojos sin vida del gigante, abismos acuosos en los que Steve parece a punto de hundirse.

El cuidado por la palabra que ejercita “El gigante ahogado” se corresponde con el extraordinario trabajo de animación, apuntalado por un perfecto uso de la luz. Hay segmentos de gran belleza en la película (la mano del gigante como un estanque en el que nadan los peces) y otros de la más absoluta crudeza. Porque lo que acompaña Steve, una vez que a sus congéneres los aburrió el fenómeno, es el solitario proceso de degradación del gigante. A medida que el cuerpo se descompone van despedazándolo. Un día desaparece una pierna, otro un brazo, hasta que una mañana lo que falta es la cabeza. Y Steve, resignado ante lo efímero de la existencia -la del gigante, la propia, la de todos-, descorazonado, termina aceptando que esos restos que quedan en la playa ya son imposibles de reconocer.

Tim Miller dirigió “El gigante ahogado” y se encargó también de adaptar el cuento de J.G Ballard en el que está basado. A las reminiscencias gulliverianas que reparte la historia se suma una referencia más cercana: “El ahogado más hermoso del mundo”, de Gabriel García Márquez. Miller, una de las fuerzas creativas detrás de “LD&R”, expuso su lado sensible en esta metáfora existencialista que entrega un mar de lecturas. Porque el gigante, cuya marca queda en el pueblo con forma de osamenta, también puede volver. Así lo imagina Steve: dando zancadas por las calles.