Las personas hace mucho han dejado de serlo. Para la dirigencia política se han convertido en números. Estos no son otra cosa que una abstracción que interpreta una cantidad. Y, una abstracción es algo que, para ser interpretado, se separa de su propia esencia.

Desde fines del siglo pasado todo es analizado a partir de encuestas. Los resultados de esos sondeos son fríos y desaprensivos números que congelan datos de una realidad.

Hace casi un año el Presidente de la Nación se sentaba frente a los argentinos y les decía cuáles eran los problemas que había que enfrentar y proponía una salida. A su lado, estaba el lord mayor de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de un signo político diferente al suyo y el mandatario de la provincia de Buenos Aires, del mismo color político. No estaban meramente Horacio Rodríguez Larreta ni Axel Kicilof. O más bien, no importaban sus nombres ni sus ideologías, sino sus responsabilidades y sus representados.

En la medida que Alberto Fernández profundizaba está forma de comunicación y de política, su imagen en las encuestas trepaba. No tenía techo... Y en menos de un año la tiró al subsuelo.

Aquellos números que significaban conformidad, afecto, comprensión, acompañamiento y, por sobre todo, agradecimiento por saber interpretar lo que querían esas personas (más del 70% del país) se convirtieron en cifra mágica que le permitía hacer lo que quisiese. Ahí está el problema de gobernar con las encuestas. El dirigente se abstrae de su condición de intérprete y líder de la sociedad.

Este fin de semana Alberto Fernández echó la última gota al vaso. En su condición de presidente (por un tiempo) del Mercosur le metió un cachetazo a Luis Lacalle Pou. “…Lo más fácil es bajarse del barco si la carga pesa mucho”, le dijo, mostrándole los botes salvavidas. Fernández se olvidó de la diplomacia y del respeto. No estiró su mano; disparó su puño. “El diplomático es aquel que piensa dos veces y después no dice nada”, sugirió Winston Churchill.

La pandemia le había enseñado a Fernández que la sociedad está sedienta del encuentro y del abrazo, pero se embriagó con los números fríos que lo invitaron a hacer lo que plazca y no lo que debía. El día en el que el Mercosur cumplía 30 años, Fernández aguó la fiesta.

El uruguayo había planteado su problema y había confesado su necesidad y había dicho que el Mercosur le resultaba un lastre. Días antes, Cristina se había ubicado en una posición parecida a la de Lacalle Pou y fue despectiva con el FMI, organismo al que, en el mismo momento, el ministro de Economía Martín Guzmán trataba de seducir. Al respecto, Fernández no dijo nada. Es que enfrentar a la vicepresidenta le significa perder por lo menos un 30% de popularidad. Y, seguramente, no se anima a auscultar si hacerlo le significaría alguna ganancia. El miedo es el verdadero lastre de la política argentina.

La otra fuerza

En los años 80 del siglo pasado, mientras el proceso político nacional pugnaba por cerrar definitivamente el capítulo autoritario, Tucumán reivindicaba en las urnas a una figura de la dictadura militar: Antonio Bussi. Se trataba, de una engañosa simplificación. En Tucumán había sucumbido el bipartidismo PJ-UCR. Así surgió una tercera fuerza que prometía orden, trabajo y mano dura, encandilando a una sociedad golpeada por la desarticulación económica y social.

Desvanecida como pompa de jabón la ilusión mesiánica, Bussi finalizó su gestión entre ollas populares, cubiertas quemadas, atrasos salariales, el colapso de la convertibilidad y las mentiras suyas y de sus “excelencias”. Todo ello favoreció a un nuevo sistema político que Alperovich hegemonizó tras cristalizarlo en la reforma constitucional sancionada, para deleite de los supersticiosos, el 6/6/6. Surgió un sistema hegemónico que se llevó puesta a buena parte de la dirigencia de entonces, borrando de la escena apellidos como Díaz Lozano, Cirnigliaro, Guerrero o Rivas, entre otros.

El tercer senador

A nivel nacional, se consolidaba la Constitución que habían sellado Carlos Menem y Raúl Alfonsín en el Pacto de Olivos. El peronista había concedido discretas ventajas, como crear el tercer senador para la oposición. La de Tucumán destinó esa poltrona en 2009 al incipiente liderazgo de José Cano. Se contuvo así la dispersión del radicalismo, que venía siendo fagocitado por el alperovichismo.

Más tarde, al coincidir la imposibilidad de reelección de Alperovich con la inesperada emergencia nacional de Cambiemos, posibilitó a la oposición, por primera vez en mucho tiempo, disputar el poder, favorecida además por el cisma causado en el Frente para la Victoria por el ex intendente Domingo Amaya. Y encima, frente a un candidato con serios problemas de imagen.

Fue una oportunidad única para la oposición, que no estuvo a la altura del desafío. Ese yerro fue aprovechado por el bussismo, que reducido a la mínima expresión tras la prisión y muerte de su creador, sobrevivió como pudo ayudado por el oficialismo, interesado en que no se extinguiera.

Reformas engañosas

El sistema político tucumano ha sufrido una transformación fuerte. Si la Constitución de 1907 se demostró obsoleta e injusta al impedir que Rubén Chebaia fuese gobernador en 1987 pese a ganar la elección, la reforma de 1990 -en medio de la puja entre peronistas y republicanos- fue un aperitivo para la próxima. La reforma de 2006, hecha a la medida del hegemonismo de Alperovich, llegó a su tope en 2019.

El principal problema del régimen electoral de acoples es que fue concebido para que el jefe absoluto –Alperovich- controlara las riendas del poder. Pero cuando en 2019 su ambición de retornar al gobierno se cruzó con la reelección de Manzur, esa puja no pudo resolverse dentro de la estructura partidaria porque, simplemente, no está previsto.

¿Elección interna cerrada? ¿Elección abierta? ¿Decide el congreso del PJ? No sabe / No contesta, dirían las encuestas.

Son los costos de haber rechazado implementar el sistema de PASO, como lo hicieron otras provincias, para mantener el de acoples.

En este complejo escenario se desarrolla la puja entre Manzur y Jaldo. Si no hubiere acuerdo entre ellos, el sistema electoral puede empujarlos a la fractura, lo que por ahora no sucedería porque se trata de una elección nacional controlada desde Buenos Aires.

La relación entre Manzur y Jaldo estuvo siempre limitada a una puntual conciliación de intereses. No tienen vínculos personales, ni historias compartidas, ni tampoco ideas comunes. Ambos tributarios del dedo de Alperovich (“el mejor gobernador de la historia”, según uno de ellos). Cuando este perdió su vigencia, empezó la discusión. Jaldo dio por sentado que cumplidos los dos mandatos constitucionales, Manzur debía terminar su ciclo. Parecía casi obvio. Sin embargo, aceleró los tiempos de tal forma que, antes de que Manzur concluyera su primer mandato, él ya anunció su candidatura para 2023. Una torpeza que no estaba a la altura de su oficio de viejo político.

En el peronismo, donde rápidamente se siente el olor a cala de los velorios, empezar el ciclo 20019/23, consagrando de entrada al vicegobernador electo como el gobernador siguiente, era condenar al mandatario electo a la falta de poder. Manzur cree que si no exteriorizaba su deseo de seguir en el cargo, hubiese quedado reducido a cenizas. Por eso desde el primer día del segundo período empezaron las desconfianzas y las operaciones, políticas, incluido el intento de ambos por cooptar los bloques legislativos opositores que pudieran inclinar la balanza. En esa batalla por asegurar legisladores, Jaldo fue haciéndose cada vez más fuerte. Es natural: tiene con ellos un contacto casi cotidiano y maneja los recursos que le demandan.

Era un secreto a voces que Fuerza Republicana con sus ocho legisladores estaba llamada a ser el árbitro de cualquier intento de reforma constitucional.

Jaldo no actuó con la cabeza fría y escuchó demasiado la voz de su entorno legislativo, sediento de cargos y de poder. Decidió alistar el cuchillo para cortar la yugular de quien se le cruzase en el camino y ese fue Fernando Juri Debo. Provocó una verdadera sangría. Sobre todo, porque Manzur intentó un arreglo antes de la sesión y la negativa fue total.

Desatada la tempestad, Jaldo tiene más de un motivo para estar preocupado. Si uno de los objetivos era notificar a Manzur que él tenía el control de los 2/3, llave mágica para soñar con una reforma, ahora se vuelve muy difícil porque comienzan a emigrar los soldados en busca de mejor paga.

Además, el momento elegido fue desafortunado porque se asoma una elección en la que el gobierno nacional se juega el futuro. Piensan en Buenos Aires… ¿y si el mal ejemplo de Tucumán cundiera y empiezan a estallar conflictos de este tipo en varias provincias gobernadas por el peronismo, poniendo en riesgo el número de legisladores a obtener? Ergo, las primeras señales nacionales que llegan tienden a resguardar el orden establecido: a preservar a Manzur. Porque tampoco Jaldo es un dirigente con relaciones nacionales, a las que subestima y por lo tanto allí no tiene red de contención. Sin embargo, no deben tomarse como definitivas. Es probable que alguien muy allegado a Cristina, por directivas de ella, se reúna con Jaldo y le abra una puerta que ponga un contrapeso a la pulseada. ¿Máximo? ¿Parrilli?

Des-cancillerado

Manzur ha decidido llevar adelante una estrategia claramente agresiva. El canciller fue llamado a cuarteles de invierno. Probablemente esté –igual que Jaldo con el ombudsman- escuchando voces a su alrededor de quienes siempre salen ganando con este tipo de conflictos y tienen modos más agresivos de ejercer la política. La poco ética presión a delegados comunales, con abiertas amenazas a quienes no se encuadren en su conducción, es una señal.

La reacción de Jaldo, rescindiendo 3.000 contratos en la Legislatura, escribe un nuevo capítulo del horror. ¿Cuántos supernumerarios sin funciones esconde ese Cuerpo para que solo en un anuncio de represalias se deje cesantes a tanta gente? Pensar que cuando la prensa advertía sobre esa rara forma de financiar la política, los dirigentes (Manzur y Jaldo, incluidos) miraban para otro lado y vociferaban contra los periodistas.

Alberto Fernández monitoreará de cerca la situación. No quiere desagradables sorpresas en octubre. Se tranquilizará cuando vea que en Tucumán no corre peligro su ventaja en la próxima elección: con una oposición divida en dos, en tres o en cuatro…. ¡Pero dividida! Es la misma que dejó escapar el 2015. Y que en el 2019 ya se había entregado a lo que parece ser la diversión favorita del radicalismo: pelearse entre ellos. Esa oposición reeditará una vez más su falta de grandeza e inteligencia, a la vez que su mezquindad política.

Parece que Fernández puede quedarse tranquilo pese a la beligerancia entre los dos jefes locales del peronismo: el segundo senador no corre peligro, al menos por ahora.