Por encima de sus ruidos, por lo general atronadores, las ciudades se mueven al compás de una música propia e intransferible. Es una melodía compuesta y ejecutada por un espíritu juguetón, suerte de poltergeist urbano cuyas partituras suelen inspirarse en los humores de edificios, calles y vecinos. A los ojos del paseante desprevenido todo es caos, para el flâneur esa amalgama, que hasta luce tóxica, cobra sentido. El flâneur es el cardiólogo de la ciudad, el intérprete de sus ritmos, el descubridor de joyas inadvertidas. A Carlos Páez de la Torre bien le cabe la condición de flâneur. Tal vez haya sido el último de San Miguel de Tucumán.
Charles Baudelaire no daba demasiadas vueltas a la hora de definir al flâneur. “Es un caballero que pasea por la ciudad”, apuntaba el poeta. Pero esas caminatas jamás son ociosas ni improductivas. El flâneur marcha con la mirada atenta y el oído entrenado, encontrando en cada cuadra un motivo para maravillarse o para indignarse. Un descubrimiento o una confirmación. Una sonrisa al pasar o una lágrima indisimulada. El flâneur contempla, sopesa, relaciona, piensa y acumula saberes tan livianos como reveladores.
Las ciudades construyen su identidad nutridas por toda clase de personajes; alimentadas tanto por sus héroes como por sus mendigos. No es que el registro urbano y los libros de historia vayan de la mano. Al contrario. La memoria popular selecciona con otros criterios. La capa que lucía el gobernador Lázaro Barbieri fue tan característica de la estética capitalina como el deambular de Pacheco y del Loco Vera. La diferencia con el flâneur pasa por el protagonismo. La marca del flâneur no deja de ser la del cronista y de allí su pretensión de ubicarse al margen. Pero es tan interesante la energía que irradia que, aún sin quererlo, ocupa el centro de la escena.
Los flâneurs por excelencia están en París -de allí viene el concepto-. Páez de la Torre consiguió que esa figura exótica terminara encajando en Tucumán. Lo hizo a su manera, con toques de un dandysmo de lo más natural: la corbata de nudo grueso, el chaleco, el cigarrillo. La clave del flâneur, de su imbricación con la ciudad que habita, es la capacidad para recorrerla sin afectación. Sempiterno lector en bares y cliente de taxistas tan apurados como los del microcentro, el Doctor -como se acostumbraron a llamarlo- sabía prestar la oreja y mirar un poco más allá que el resto.
El flâneur es flâneur donde quiera que apoye el pie. Dos veces vi a Carlos Páez de la Torre en Buenos Aires, y su actitud era idéntica a la que desplegaba cada vez que enfilaba por Muñecas o por 25 de Mayo. Una vez marchaba por Florida y -estas cosas nunca son casuales- detrás se recortaba el ventanal de la confitería Richmond. La otra fue en la vereda del café La Biela, pero no parecía dispuesto a sentarse. Más bien miraba a lo lejos, como decidiendo si valía la pena visitar -una vez más- el cementerio de la Recoleta. Tan concentrado estaba, disfrutando esas caminatas porteñas, que fue mejor dejarlo tranquilo. No sacarlo de ese éxtasis que el flâneur alcanza cuando anda por la vida metido en lo suyo.
La memoria prodigiosa de Carlos le permitía tararear infinidad de canciones o recitar párrafos completos, en prosa o en verso. Esa banda de sonido interior al flâneur suele escapársele mientras admira un frontispicio, una arboleda o un inolvidable par de ojos caleidoscópicos cruzados a toda velocidad. Es la aventura diaria del flâneur, esa mezcla de bohemia, erudición, sensibilidad y sagaz actitud ante la vida, tan propia de una burguesía que, al parecer e inevitablemente, se extingue en Tucumán y alrededores.