Por Ceferino Reato

PARA LA GACETA / BUENOS AIRES

Lo correcto políticamente

evita el peligro del descalabro,

pero nos inunda de gris.

Héctor Schmucler,

semiólogo e intelectual argentino, 2005.

Los 70 son años que no parecen dispuestos a dejarnos; justifica esa tozudez el hecho de que cumplen varias funciones. Una de ellas es que nos ofrecen respuesta a la pregunta que suele atormentarnos cada tanto, cuando nos descubrimos en el medio de una crisis: ¿Por qué estamos así? Es el famoso dilema que se plantea Zavalita, el protagonista de Conversación en La Catedral —de Mario Vargas Llosa— ya en la primera página de la novela: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

Investigando para un libro anterior, Doce Noches, encontré que Néstor Kirchner pensaba que la Argentina se jodió en la dictadura. Que la gran crisis de fines de 2001, que lo condujo desde Santa Cruz a la cima del poder, había sido incubada en aquellos años en que los militares y sus cómplices civiles impulsaron un modelo neoliberal que en esencia era el mismo que había sobrevivido hasta los estertores de aquel diciembre decisivo; el modelo colonial de siempre que ya no daba más, gastado por su lógica de codicia y explotación. De allí, la permanente invocación a los 70 y la promesa de que en su gobierno la victoria sería de los buenos.

Nuestros periódicos desencantos aseguran la vigencia de aquella década, que fue vertiginosa y larga. Los 70, la década que siempre vuelve, comienza en 1970, con la fundación de Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y dura hasta 1983, cuando los militares son corridos a los cuarteles. Recorre el camino que va desde el masivo vuelco de tantos jóvenes a la lucha armada y la irrupción victoriosa de los grupos guerrilleros hasta su derrota, también sonora, primero en el plano político y luego en las mazmorras de la dictadura. Pasa por los momentos de gloria de los revolucionarios, entre ellos el triunfo electoral del 11 de marzo de 1973; la disputa mortal entre el general Juan Domingo Perón y su “juventud maravillosa” de Montoneros, y el festival de violencia de izquierda y de derecha en 1975, un año crucial. También abarca la planificación del golpe de Estado más anunciado de la historia, que fue impulsado incluso por Montoneros y el ERP, y la respuesta que los contrarrevolucionarios venían preparando desde hacía tiempo: el plan sistemático para reprimir de manera ilegal a las guerrillas y disciplinar a toda la sociedad.

Esa larga noche terminó con el retorno a la democracia, que al principio parecía tan debilucha como siempre pero que pronto se reveló muy fortalecida por el consenso adquirido luego de tanta violencia política, de la derecha militar pero también de la izquierda guerrillera, como lo indican el triunfo del radical Raúl Alfonsín y su rápida decisión de enjuiciar a los comandantes de las primeras tres juntas militares y a los jefes de Montoneros y el ERP.

Y eso no tiene nada que ver con la teoría de los dos demonios sino con el simple hecho de constatar lo que efectivamente sucedió sin por eso equiparar el terrorismo de Estado con la violencia de las guerrillas, a la que muchos también consideran terrorismo aunque por lo general pasan por alto un hecho fundamental, que los diferencia: los militares aplicaron el terror desde el aparato estatal, el garante teórico de la legalidad, y con una maldad que, por más que se la explique del derecho y del revés, resulta —en el fondo— muy difícil de comprender.

Ni la teoría de los dos demonios; ni el relato de buenos por un lado y malos por el otro; ni la idea de que aquí no ha pasado nada sino que solo hubo una guerra entre bandos; no me sirve ninguna de las tesis creadas para favorecer de antemano a los guerrilleros, los militares, los políticos, la sociedad o a quién sea. En lugar de teorías y relatos amañados, los hechos; todos los hechos y lo más preciso que logre describirlos y explicarlos.

Junto a aquella revalorización de la democracia apareció un novedoso apego social a los derechos humanos, la vida en primer lugar. Una reacción a la Disposición Final —detención o secuestro; cautiverio y torturas; asesinato, y desaparición del cuerpo—, el método cruel de la dictadura para eliminar a las “7.000 u 8.000 personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión”, según admitió el ex dictador Jorge Rafael Videla en la serie de entrevistas que le hice algunos años atrás.

Algunos de ustedes seguramente recordarán que los números de Videla volvieron a encender la polémica inacabable con los organismos de derechos humanos y los sectores más duros del kirchnerismo sobre los —según ellos— 30.000 desaparecidos entre 1976 y 1983, una muestra —para mí—de la tensión entre la historia, por un lado, y la memoria, por el otro, en este caso para reconstruir qué pasó, de verdad, en los 70.

Como en mis libros anteriores, sigo del lado de la historia en esa puja desigual con la memoria. Creo que es lo que corresponde para un periodista que se ocupa de la historia reciente: analizar y describir todos los hechos enfatizando en la intersubjetividad, “en la pluralidad de puntos de vista que se expresan en el seno de una sociedad”, como explicó el semiólogo Tzvetan Todorov en el diario El País el 7 de diciembre de 2010.

“La cuestión que me preocupa —agregó Todorov— es la comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso, puede ser utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición política”.

Todorov, fallecido en 2017, acababa de volver de Buenos Aires cuando escribió aquel artículo; había venido invitado por el gobierno de Cristina Kirchner para visitar los espacios de la memoria pública sobre el horror de la dictadura, entre ellos la Escuela de Mecánica de la Armada y el Parque de la Memoria, en la Costanera.

Al contrario de lo que esperaba el oficialismo, Todorov no quedó contento con lo que vio, y detectó lúcidamente uno de nuestros problemas de hoy, de los 70, de siempre: la grieta, y cómo los monumentos más emblemáticos de la memoria no ayudaban a cerrarla sino a perpetuarla, peligrosamente. “La Historia —sostuvo— nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos encierra la memoria: la división de la humanidad en dos compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Si no conseguimos acceder a la Historia, ¿cómo podría verse coronado por el éxito el llamamiento al ´¡Nunca más!´”.

Son palabras con las que no podría estar más de acuerdo, en línea con mi posición en contra de un paradigma que ya no tiene la fortaleza de 2008, cuando publiqué Operación Traviata, pero que sigue vigente entre tantos historiadores y periodistas, en muchos casos por el corralito de confort que siempre proporciona el abordaje políticamente correcto de las cuestiones dolorosas y de una cierta complejidad. Según ese paradigma, la historia argentina es una repetición constante de un partido que no termina nunca entre buenos y malos, en una cancha marcada por un puñado de contradicciones: el Estado versus el mercado; los pobres versus los ricos; la solidaridad versus el egoísmo; el progresismo nacional y popular versus la derecha conservadora y neoliberal; y así siguiendo.

¡Qué lindo, qué tranquilizador tener una respuesta tan simple, inmediata y funcional sobre todo lo que pasó en este bendito país, y también lo que seguirá ocurriendo porque la historia se repite, es siempre la misma! Pero, ¡qué aburridos se han vuelto los libros, las películas y los relatos y discursos que genera este paradigma! Aparte de cuán inexactos y peligrosos son.

Mi desafío es que este libro pueda interesar y servir a todos, en especial a quiénes no saben o no entienden qué pasó en aquellos años que siguen tan vivos.

* Extraído de la Introducción de Los 70, la década que siempre vuelve (Sudamericana).