¿Es esta la vida que realmente queremos?, pregunta y se pregunta Roger Waters en su último disco.

Mientras la grieta nos sigue pulverizando, alimentada por un ejército de autómatas funcionales a ella, ¿es esta la vida que realmente queremos?

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La grieta es un vampiro alimentado por un show inacabable de Parrillis que bailan y Bullrichs que cantan en el prime time. Un vampiro rozagante, como el Drácula recién instalado en la abadía de Carfax, pero sin Van Helsings a la vista. Por más folclóricas que sean sus raíces, un vampiro no deja de ser un monstruo. La grieta, monstruo grande que pisa fuerte, succiona la energía de un país que debería estar ocupado en lo realmente importante. Pero no.

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Hay quienes no pueden vivir sin la grieta. La necesitan como el aire para respirar. Es su sol y su luna. Se levantan pensando qué clase de leña encontrarán para echarle al fuego y se acuestan maquinando estrategias para el día siguiente. Eso los pone a cubierto de los matices, porque nada hay más despreciable y peligroso para los habitantes de la trinchera que Corea del Medio. Quienes se niegan a tomar partido son tibios, débiles, indecisos y ambiguos, gente que seguramente no herederá el paraíso reservado para los cruzados de la grieta.

Porque no deja de haber un matiz religioso en la pasión que se aplica al odio. Tiene un tinte sacrificial que habilita al agrietado a autopercibirse como una especie de santo de la espada y del teclado. Conclusión: el de la vereda del frente es un hereje y ya sabemos cuál es el destino de los herejes. La purificación a través del fuego y del dolor. Eso merece, en la lógica de la grieta, el enemigo aborrecible.

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La grieta se devoró prestigios, carreras, honores. Enterró trayectorias, puso en duda lauros, ultrajó reputaciones. Mucha gente valiosa decidió inmolarse en la metralla cruzada de la grieta y desde hace rato debe estar preguntándose por qué. El problema es que la grieta es una trampa de la que muy pocos pueden salir. Una vez que ese vórtice atrapa las voluntades no está dispuesto a soltarlas.

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Es asombroso el volumen de energías, de recursos, puestos al servicio de la grieta. Canales de TV, diarios, radios, portales, newsletters, apps, libros, podcasts, canales de YouTube y una descomunal cantidad de usuarios en cuanta red social exista construyen todos los días la grieta con una dedicación fabulosa.

Esto sí que es nuevo.

La grieta argentina es tan antigua que viene desde la colonia, pasando por toda clase de fases a lo largo de dos siglos de historia. A veces recrudeció y se puso sangrienta (unitarios vs federales), por etapas se atenuó cuando algún bando copó la parada, para resurgir años después con otras formas. Todo esto para desarmar el argumento simplista (peronismo vs antiperonismo). Cuando se quiso cerrar la grieta por la fuerza, golpes militares mediante, fue peor todavía. La “Libertadora” del 55 llegó al extremo de prohibir cualquier mención a Perón (sólo se aceptaba el eufemismo “tirano prófugo”) y lo único que consiguió fue que, 18 años más tarde, Perón arrollara en las elecciones ganando con el 61,8% de los votos. Mucho peor: al “Proceso” se le ocurrió que la grieta podía cerrarse aplicando el terrorismo de Estado.

Durante todos estos trágicos capítulos del devenir nacional a la grieta le faltaba la pata tecnológica. El siglo XXI se la sirvió en bandeja de plata, como esa que sostenía la cabeza de Juan El Bautista, para deleite de Salomé. WhatsApp y la grieta, unidos, jamás serán vencidos.

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La grieta es un meme, una frase sacada de contexto, es ingenio mal aplicado; es, esencialmente, una acumulación de mentiras y de lugares comunes. La grieta superó a Nietzsche: no hay ni hechos ni interpretaciones, apenas una retahíla de bobadas peligrosas y malintencionadas. La grieta destruyó el pensamiento crítico y lo reemplazó por un panfleto. En la grieta nadie piensa, todos gritan.

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La grieta horada la política, la institucionalidad, los proyectos, los discursos.

La grieta sigue provocándole daños (¿irreversibles?) al periodismo desde que medios y profesionales decidieron militar en algún bando. El concepto de independencia periodística quedó tan vapuleado que la lucha por la credibilidad se hace cuesta arriba. Y desde que medios y periodistas se pusieron camisetas quedaron atrapados en una lógica futbolera: en lugar de contar con telespectadores, lectores u oyentes les hablan a hinchas. El hincha sólo quiere que su equipo gane, a cualquier costo.

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La grieta es el algoritmo. No hubo, en la historia de la humanidad, una zona de confort tan perfecta e infalible. El algoritmo nos mantiene cómodamente adormecidos, viendo lo que queremos ver, leyendo lo que queremos leer, escuchando lo que queremos escuchar. El algoritmo cuida que nada interfiera con ese pacífico aletargamiento. Selecciona los contenidos imprescindibles para que la dosis diaria de grieta sea apetitosa. El algoritmo es la droga que refuerza un sistema de creencias impenetrable.

De esto poco se habla y va más allá de la cuestión del mercado, de ser conscientes de que nuestro lugar en el mundo se acomoda a partir de qué base de datos nos incluye. Tiene que ver con la libertad perdida desde que nos entregamos, mansamente, al algoritmo. El algoritmo aniquiló la curiosidad porque se ocupa, por ejemplo, de direccionar nuestros consumos culturales. No vemos la gigantesca cantidad de series y películas que nos gustaría ver, sino las que el algoritmo de Netflix señala (y la mejor TV, mal que les pese, sigue estando fuera de Netflix). Y así con la música, la literatura, el arte, los viajes y cuanta actividad se le ocurra.

¿Qué tiene que ver esto con la grieta? Todo. Cuanto menos expandimos nuestra mirada del mundo más fácil es quedar cooptados por la grieta y la brutal simpleza de su naturaleza. Si al algoritmo le complica la existencia cualquier atisbo de inquietud intelectual hará lo posible por ponerle un freno.

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Se pensaba que una situación excepcional como una pandemia podía servir para tender puentes sobre la grieta. Que la inocencia les valga. La lógica de la grieta se cimenta sobre la destrucción de los consensos. A la cuarentena se opondrá la anticuarentena y volver a empezar. A no olvidarlo: todo, siempre, es motivo de grieta. O la reforma judicial es para garantizar la impunidad de Cristina o la reforma judicial es para terminar con “Comodoro Pro” y los jueces macristas.

En el manual del agrietado hay muchos adjetivos, porque el lenguaje de la grieta tiene que impactar. Y en el primer capítulo de ese credo figura la apropiación de los símbolos, con el Himno y la bandera a la cabeza. Porque quien milita en la grieta, y esto es central, se considera a sí mismo un patriota.

Allá por los 80, plena primavera democrática, el viejo ATC emitía un notable magazine llamado “La noticia rebelde”. Cada día invitaban una figura y la entrevista incluía, de cajón, la misma pregunta: ¿usted es un patriota? Las respuestas eran antológicas, pero todos esquivaban el bulto. A nadie se lo escuchaba decir: “sí, soy un patriota”. Hoy, por obra y gracia de la grieta, estamos llenos de patriotas.

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La grieta tiene algún que otro costado incómodo. Obliga, por ejemplo, a tragarse sapos. Todo sea por la grieta. El regreso de Sergio Massa al redil kirchnerista es un sapo. La elección de Miguel Pichetto como candidato a vicepresidente es un sapo. Que Gustavo Sylvestre haya trabajado en TN es un sapo. Que Jorge Lanata haya dirigido Página/12 o que Alfredo Leuco haya sido progresista es un sapo. No importa demasiado, a fin de cuentas, en la medida en que los protagonistas hagan lo suyo por el engrandecimiento de la grieta.

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Los californianos temen que la grieta de San Andrés algún día se retobe, provoque un cataclismo y todos terminen -con suerte- flotando por el Pacífico. Nuestra grieta nunca se fue a ningún lado, no hay por qué pensar en que lo hará algún día.

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¿Y entonces?

Salir.

Respirar.

Pensar.

Escuchar.

Entender.

Consensuar.

Hablar.

Reconocer.

Sanar.

Sanar.

Sanar.

O, por lo menos, volver al viejo y querido Waters, con sus flamantes 77 años, y preguntarnos: ¿es esta la vida que realmente queremos?